Atenea
N° 496–II Sem. 2007: 41-54
ARTICULOS
DELEITES Y SINSABORES DE LA COMIDA Y EL COMER: SITUANDO EL TEMA
MARISELA
HERNÁNDEZ H.
Profesora Departamento de Ciencia y Tecnología del Comportamiento, Sección de
Psicología Social, Universidad Simón Bolívar. Caracas, Venezuela. E-mail:
mhernand@usb.ve
________________________________________
RESUMEN
Se
plantean intereses y perspectivas de reflexión relativos a la comida como mundo
simbólico, es decir, como conjunto de formas y significados. Un plato de comida
es concebido como una Trinidad en la cual alimento, cocinero y comensal son
indispensables. El abordaje se propone desde una psicología social estética,
ocupada en los complejos lazos entre los sujetos y entre éstos y los objetos,
gracias al concurso de la sensación, la emoción y el sentimiento, y sus
vínculos con el pensamiento y la palabra. Tal perspectiva es desdisciplinada y
supone la participación del arte, la literatura y la historia, ya que el comer
es un asunto narrado desde hace mucho tiempo y de variadas maneras, entre las
cuales las cotidianas nos interesan particularmente.
INTRODUCCION
QUISIERAMOS situar como tema de reflexión “los deleites y sinsabores de la
comida y el comer” en un campo desdisciplinado como la psicología social
estética (Maffesoli, 1989; Fernández Ch., 2000; Hernández-H., 2003) cuyas
características impregnan las próximas páginas, girando en torno a los
complejos vínculos que construyen las personas entre sí y con los objetos
(vínculos que a su vez construyen a esas personas y objetos) a punta de afectos
que se entrelazan con el pensamiento y la palabra.
Advertimos que vamos a dar vueltas alrededor de una temática que interesa, y
que esas vueltas no son concéntricas sino sinuosas, interrumpidas; a veces
extraviadas. Informamos que a este escrito han venido varios invitados, todos
importantes pues todos tienen algo significativo que decir: libros,
conversaciones, ideas sueltas, imágenes, escritos breves, entre otros. Si
apelamos a una metáfora culinaria podría decirse que ofrecemos al lector un
abreboca, una especie de plato de entrada que intenta juntar, para efectos de
saber y sabor, pequeñas cantidades de cosas varias, como lo hacen los
antipastos. Comencemos.
Actualmente
nos relacionamos con la comida de manera dilemática: escuelas de gastronomía,
restaurantes, cafés, revistas y programas de TV se han dedicado a ensalzar sus
sabores, presentaciones y diversidades; simultáneamente, dietas y enfermedades
del comer (gastrointestinales y trastornos alimentarios, como se diría
técnicamente) salen al encuentro por doquier, al tiempo que la comida rápida y
las paradojas entre la superabundancia y la escasez, la obesidad y el hambre,
siguen haciendo de las suyas.
Comer
es un acto de evidente necesidad biológica y a la vez núcleo de múltiples
formas y significados culturales, gracias a los cuales el alimento se
transforma en comida al recorrer caminos que lo llevan desde el productor y
comerciante hasta las manos que lo transmutan: esas manos (y lo que con ellas
viene) lo almacenan, cortan, colocan al calor, combinan, imaginan, esperan,
prueban, sirven, saborean, comparten y siga usted contando. Gracias a esa
alquimia un cadáver de pollo, por ejemplo, pasa a constituirse en dorada
pechuga horneada o en pálido muslo sancochado. Quizás la forma “milanesa de
pollo” nos aleja aún más del cadáver pues, en comparación con la pechuga y el
muslo, mantiene menores resonancias orgánicas y lingüísticas con el cuerpo
muerto.
ALIMENTO
Y COMIDA
Para transformarse en comida, los alimentos requieren entrar en diálogo entre
sí y con sus cocineros y comensales: dice Lezama Lima que “si no es por el
diálogo, nos invade la sensación de la fragmentaria vulgaridad de las cosas que
comemos (…) tendríamos la tediosa y fría sensación del fragmento de vegetal que
incorporamos, y el alón de perdiz rosada sería una ilustración de zootecnia
anatómica” (1968: 40).
Y las caraotas (frijoles) negras son meros granos oscuros si no se juntan, en
una olla paciente, con ají dulce, comino, cilantro y sal, entre otros, y si una
mano atenta no los combina en las proporciones e inspiraciones convenientes.
Esas caraotas no están completas como plato de comida hasta que un comensal las
lleva a su boca, las saborea y comenta lo rico, saladas o duras que están.
Cocinero y comensal, a su vez, mantienen complejas relaciones: pueden ser madre
e hija(o), mujer y marido; y entonces las inocentes caraotas se complican aún
más: quizás sepan frías e insípidas a un marido que tiene dificultades con su
mujer; o le sepan riquísimas a una madre cuya hija(o) las cocina por primera
vez.
Para
Matta “el alimento se refiere al lado nutritivo y biológico (…) resultando algo
neutro, mientras que la comida es un alimento que se torna familiar, definidor
de carácter, de identidad social, constructor de colectividad (…) Lo universal
(el alimento) se transforma en particular (la comida) (…) el paso del alimento
a la comida es un acto de amor” (c.p. Cartay, 2003: 102 a 105. Paréntesis en el
original).
Un plato de comida es una especie de Trinidad: es a la vez quien lo come, quien
lo cocina y por supuesto también el alimento. De allí que insistamos a partir
de ahora y con variados pero vinculados términos, en que la comida es un
símbolo, pues en ella convergen un texto-obra-alimento, un lector-comensal y un
autor-cocinero; en una relación que ocurre en contextos particulares de cocción
y degustación.
EL
GUSTO Y SUS DISGUSTOS
Del gustar no es sólo responsable el paladar sino todos los sentidos, pues
también hay gustos visuales, auditivos, olfativos y táctiles. Por cierto todos
ellos, comenzando por el olfato y el tacto, van al auxilio de las papilas para
apreciar la comida: la degustación no ocurre sin el paladar y la lengua, pero
ellos no son suficientes, necesitan de todos los demás sentidos para dar
sentido (la redundancia vale) a lo que se está ingiriendo. No pueden dejarse
fuera la imaginación y la memoria, actividades de un sujeto que se mantiene
pegado a la vida de la sensación, como aquel personaje para quien “el almuerzo
(con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos
veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido” (Borges, 1998: 527.
Paréntesis en original).
El
gusto no sólo porta sentidos estéticos; también éticos: un comportamiento de
buen gusto es aquel que satisface tanto a quien lo emite como a quien se
dirige: este último es tomado en cuenta y hasta se intenta complacerle. Se
trata de un comportamiento decoroso: a sus formas o modales se presta igual
atención que al bien del Otro. La hospitalidad, concebida por algunos como
virtud moral (Telfer, 1996), se refiere a un genuino (no interesado) buen trato
dispensado a aquel que está bajo nuestro techo y a merced de nuestra comida, lo
cual nos hace “responsables de su felicidad” (Brillat-Savarin, 1999: 12).
Alrededor de la comida se ha señalado otra virtud: la moderación o templanza
(Telfer, 1996), la cual se ejerce mientras se tiene el plato al frente y se le
come con disfrute, en una especie de “mezcla entre el abandono y el control”
(Fisher, 1989: 52) dictados por el corazón y el estómago más que por la razón o
la culpa.
El
sentido del gusto (y del disgusto) ha sido maltratado por buena parte de la
filosofía y en general por las esferas del pensamiento conceptual. Es curioso
que la teoría estética se sirva tan a menudo de metáforas provenientes del
sentido corporal del gusto para referirse a la apreciación y discriminación
estéticas (incluidas en el llamado por Korsmeyer (2002) “Gusto con mayúscula”),
mientras sigue apegada a las formulaciones que desde Platón se han venido
haciendo en torno a la inferioridad o animalidad de los sentidos del gusto, el
olfato y el tacto, a partir de su necesidad de acercarse y hasta de incorporar
el objeto para poder percibirlo, con los consiguientes riesgos de desenfreno y
por tanto de sospecha moral. Los sentidos considerados superiores por su
actuación a distancia y su posibilidad de conducir a actividades reflexivas,
objetivas y moralmente correctas, son la vista y el oído (en ese orden).
A
favor de sus posibilidades de discriminación sensorial, valoración estética y
participación en el sentido de la vida, puede afirmarse que “la experiencia del
gusto es vívida, rápida y sofisticada” (Korsmeyer, 2002: 120). Su rapidez no le
resta aptitudes de apreciación ni de pensamiento y palabra. Quizás por
vincularse a pensamiento y palabra apegados a la vida, a su movimiento constante
y su carácter efímero, el gusto (el del paladar) no tiene cabida en el
repertorio un tanto pacato de la racionalidad y el lenguaje de las formas
dominantes de conocimiento científico y filosófico, a las cuales les cuesta
decir sin tapujos que comemos “para nutrirnos bien, para ser dichosos, para
tener fe y confianza en la vida” (Semprum, en Lovera, 1998: 356).
La
polisemia continúa si uno se dirige al asiento del gusto, la boca, pues ella es
lugar de múltiples actividades y significados: con ella se saborean los
alimentos y las experiencias; de ella sale la palabra y también el aliento,
constancias de vida y de humanidad.
En
contraste con cierta filosofía (y en consonancia con Zambrano, 2001) la poesía
se ha mantenido cercana al mundo sensorial; mundo de concreciones, imágenes y
de un lenguaje adherido a lo vital, llámese angustia o alegría. Sin embargo,
nos atreveríamos a sospechar que la jerarquía platónica (reforzada por figuras
igualmente influyentes como Santo Tomás, Kant o Hegel; según Korsmeyer, 2002) se
mantiene aquí aunque de soslayo: intuimos que la poesía “visual” es más
frecuente que la “olfativa o la gustativa”. Es sólo una intuición. En poetas
tan sensuales como Pessoa o Ponge, la vista parece resultar privilegiada. Dice
el primero “creo en el mundo como en una margarita, porque lo veo” (1998: 179);
y el segundo “vegetación (…) especie de tapicería en tres dimensiones” (1996:
131). Sin embargo, Ponge degusta así una naranja: “(…) un líquido de ámbar se
ha expandido, acompañado de frescura y de perfume suaves (…) y obliga a la
laringe a abrirse ampliamente” (1996: 37-39).
Volviendo
al gusto como sentido corporal (y para nosotros también espiritual), aquel que
en tono de protesta llama Korsmeyer (2002) “gusto con minúsculas”, diremos que
el tema de la comida está pleno de deleites: podemos detenernos en lo
placentero que puede resultar comprarla, prepararla y comerla; en lo que
reportan los sentidos mientras hacen de las suyas ante colores, texturas,
aromas y sabores; ante el roce y el choque de ollas, platos y cubiertos y entre
las voces de los compañeros (quienes comparten el pan).
El
tomate o el romero pueden convertirse en un “acontecimiento” (que podría ser
desgraciado, por cierto) durante una comida, cuando llegan a impregnarla
totalmente; otro “acontecimiento” puede ser el pastel de cumpleaños, gracias al
cumpleaños y al pastel, ambos a la vez (La palabra acontecimiento la hemos
tomado de Bachelard, 1986). Un trozo de fruta (¿sólo un trozo de fruta?)
estremece así a Joel, uno de nuestros estudiantes, quien nos escribe:
Se ve demasiado jugosa. Mi boca se hace agua y me desespero al no poder tenerla
ya. Su color es fresco y me evoca serenidad y recuerdos. Su aroma silvestre me
concentra en limpios parajes, cálidas lluvias y enternecedores ritmos. Mi
estómago ahora tiene otra frecuencia, otras dimensiones; es más ovalado y ruge
al compás de mi respiración. Prometo no atragantarme, sólo sentir sus fibras
crujientes debajo de mis colmillos y pasar mi sedienta lengua por sus tejidos
de manera que pueda contabilizar sus semillas. Sólo será un pedazo, lo juro. Se
ve tan jugoso y estoy tan sediento que resulta vergonzoso. Su vivo color es tan
rojo que mi sangre se acelera y siento frío, ¡tal como ella! La imagino en mis
manos, goteando y chorreándome todo. Me la voy a comer con desespero y sin
pausas. No me importa. Esa patilla, desde aquí, se ve demasiado buena.
Los
deleites están constantemente amenazados por los sinsabores: dietas,
indigestiones o el más difundido, el hambre, en cuya experiencia puede introducirse
un matiz perverso: el hambre manifiesta y el hambre oculta. La manifiesta es la
que padece abiertamente la gente que está muriendo de inanición; aquella que
pide comida en la calle, reconociendo públicamente su privación. La oculta (De
Castro, 1950: 20) se disfraza de harina y azúcar, de una o dos comidas diarias,
y con un “no me da hambre” o un “como poco”. Es el hambre de los pobres que
sostienen su dignidad con gran esfuerzo y la de quienes no eran tan pobres y se
han “venido a menos”. Otro matiz, no menos perverso, lo introduce el hambre
forzada por dietas de distinta procedencia.
Continuando
con los matices, vale la pena también introducir los que existen entre hambre y
apetito: el hambre es una expectativa biológica, inmediata y podría saciarse
con cualquier cosa: “con hambre no hay mal pan”, dice la gente. Esta
expectativa puede transformarse en derrota y tristeza si la comida no se
avizora. El apetito en cambio es alegre, imagina lo que desea comer desde la
certeza que comerá y con la posibilidad adicional de apreciarlo y emitir el
veredicto de que le gusta o le disgusta. Hay apetitos voraces, que suelen
llamarse gula y que implican la pérdida de moderación, de límite; hay gulas que
se disfrutan, se celebran y otras que se lamentan más temprano (sensación de
llenura, de pesadez) o más tarde (indigestión, aumento de peso).
Daniel, otro estudiante, nos cuenta así sus sinsabores:
Para nosotros, pobres desdichados que no tenemos la mamá-abuela-papá-empleada
que nos prepare comida, la ‘cocinera-que-no-cocina-para-nosotros’ es fuente de
la más profunda envidia (…) qué momento tan gratificante cuando somos invitados
a la vida de aquellos más afortunados y se nos permite disfrutar de aquel
platillo mezclado con tantos sabores y colores como horas de trabajo
“la-cocinera-que-no-cocina-para-ti” puso en él; en cada bocado se siente la
dedicación y sabiduría que ese ser ha vertido agraciadamente sobre un plato de
cerámica. Pero aquel momento tan brillante dura muy poco (…) y nosotros, seres
de hambre eterna, regresamos a la vida de platos de cinco minutos, de colores
opacos y asquerosa simplicidad.
En torno a las posibilidades de apreciación de la comida, un muy difundido
análisis sociológico concluye que en la “clase trabajadora” predomina “el gusto
de la necesidad (que) prefiere una comida nutritiva, saciante, abundante y que
se pueda engullir más que saborear” (Bourdieu, c.p. Korsmeyer, 2002: 97); a
este gusto se contrapone “el de la libertad o del lujo” atribuido a la
“burguesía ociosa (que) aprecia la presentación de los platos y la disposición
de la mesa (así como) la preparación minuciosa de platos delicados” (Korsmeyer,
2002: 97. Paréntesis nuestros). Se sugiere así que la “clase trabajadora” no
valora estéticamente la comida y que dicha valoración es exclusiva de “clases
privilegiadas”.
Al
respecto nos preguntamos si el preferir ciertas sazones y llenuras no es una
apreciación estética tanto como la de detallar apariencias y optar por sazones
“más refinadas”. E intuimos que las personas “trabajadoras” sí pueden detenerse
a degustar su comida por sencilla que sea, que valoran ciertos platos en
función de su presentación, aroma y sabor; y que prefieren unos menús sobre
otros aunque no siempre puedan tenerlos sobre su mesa.
LA
COMIDA COMO MUNDO SIMBOLICO
Lo
que hemos venido diciendo y lo que diremos más adelante armoniza con la idea de
la comida como símbolo, pues ella condensa los encuentros entre figuras (ollas,
platos, alimentos, mesas, humos, temperaturas, recetas, cuerpos) y significados
(cariño, cuidado, recuerdos, hogares, malestares, desencantos y soledades),
entre un icono y lo que quiere decir; en su invitación al sentido. Ricoeur dice
que el símbolo “da que pensar” y que la interpretación “ocurre ahí donde hay
múltiple sentido” (c.p. Agís en Valdés y otros, 2000: 96 y 99). Un símbolo es
polisémico, escurridizo, sólo permite que se le entrevea y se le entrediga
(Cadenas, 1979), nunca que se le descifre.
Desde la perspectiva simbólica, ocuparse de la comida supone interesarse por
las formas que adopta y al mismo tiempo por sus significados o lo que ellas
sugieren; es decir, supone interrogarse por los sentidos: ¿qué significan esas
formas, cómo se elaboran y se contemplan con los sentidos, las manos, el
sentimiento y el pensar; cómo da cuenta de ellas la palabra?
La
figura es la cara sensorialmente significativa del símbolo; concreta, tangible.
Es la forma que aparece; figura y sensación se confunden, pues la sensación es
figurativa, plástica y sorpresiva (Gurméndez, 1993). A su vez, el significado
es lo que la figura quiere decirnos, nos sugiere (Santayana, 1955); es una
“resonancia entre ella y nosotros, nosotros y ella” (Ricoeur, 2000: 146).
Detenerse
en la figura es reivindicar el mundo objetual, mas no objetivo; es, como dice
Ponge (1996) ponerse “de parte de las cosas”. El mundo objetual es el mundo de
los objetos a los que se presta atención, estableciéndose un vínculo con el
sujeto que los contempla, cuya condición es a su vez subjetual más que
subjetiva, porque evoca una relación constitutiva, no secundaria a esencias
(objeto-sujeto) separadas, distintas entre sí. El objeto es porque se encuentra
con un sujeto. El sujeto es porque se encuentra con un objeto (incluyendo a los
Otros sujetos) (Zubiri, 1992). Sujetos y objetos se interpelan constantemente.
La
comida vista como símbolo trae aparejado el comer como acto simbólico cuya
significación va paralela a su obvia relevancia biológica: quien no come,
sencillamente se muere; nos comemos a otros seres biológicos (y recientemente
también sintetizados) llámense plantas o animales, es decir, somos herbívoros y
carnívoros (y hasta caníbales). Agarramos con las manos el alimento, abrimos la
boca, lo masticamos, lo tragamos y si todo va bien, un rato después expulsamos
parte de él: alguien dijo que la comida era mierda en potencia. El comer es
también un acto claramente humano y por tanto cultural, en la medida en que es
ejecutado no sólo por necesidad o instinto, sino también por apreciación
estética, valoración de la convivencia, cuidado de Sí y del Otro, con los
afectos que tengan a bien atravesarse. Nietzsche, desde su énfasis “demasiado
humano”, dice del hambre de Zaratustra que “tiene extraños caprichos (pues) a
menudo no viene sino después de la comida” (1956: 15. Paréntesis nuestro).
Y por ser simbólico, comer es igualmente un acto que sirve para funcionar en
sociedad: se come con arreglo a normas que se concretan en permisos y
prohibiciones tales como horarios, lugares y modales; y se invita a la mesa
para compartir, negociar, ostentar o dominar (entre otras posibilidades).
Uno
de los signos de “funcionamiento adecuado” de un hogar parece ser que haya
comida preparada, servida a ciertas horas y con capacidad para convocar a todos
sus miembros. Una señal de armonía hogareña es que provoque (o apetezca) ir a comer
a casa; un indicio de cuido es que te pregunten si quieres comer o que te
sirvan de una vez (en el servir también hay una otredad atendida, considerada).
La comida resuena a hogar, a madre, a aromas cálidos de estabilidad. O por el
contrario a conflicto, a indiferencia, a soledad.
Los
aromas hogareños no traen necesariamente aparejados la libertad de y el respeto
a, quienes se congregan en la cocina y en la mesa. Puede ocurrir que la madre,
quien suele ser el centro de la cocina y la casa, convierta el cocinar en una
acción de despliegue de poder (usualmente no ejercido a conciencia)
honestamente disfrazado de cariño y sacrificio. La pareja y los hijos han de
comer lo que ha cocinado y no otra cosa, deben comérselo todo como señal de que
sí les gustó y para mantener a raya la culpa por el-hambre-en-el-mundo; más
tarde, cuando los hijos tengan esposa le dirán “mejor lo hace mi mamá”; hasta
que esta esposa construya su propia “tiranía absorbente” (Zambrano, c.p.
Palacios, 2000: 10).
A
partir de Bachelard (1986) y su idea del alma de los espacios, podría pensarse
que las cocinas dicen cosas sobre el alma de la casa: almas higiénicas e
instrumentales mantienen cocinas asépticas y minimalistas; almas cargadas de
apariencias atiborran la cocina de electrodomésticos, mejor si al último grito
de la moda; las almas tristes las tornan grises y oscuras y nada parece cambiar
en ellas; almas amistosas gustan de tenerlas llenas de comida y de gente, todos
en actividad y charla; las almas de otra época las sostienen en esa época y
puede que todo esté “pasado”: de moda, de cocción y de azúcar. Y otras cocinas
están habitadas por almas que se mantienen discretamente entre lo cálido y lo
utilitario con ciertos dejos de descuido.
Si
partimos de la convicción de la comida como símbolo y del comer como acto
simbólico, entra en escena el lenguaje, visto que los símbolos son tales porque
se comunican: de lo significativo se conversa, las formas que interesan se
describen, se narran. Las narraciones son una rica manera de dar cuenta de
nuestras interpretaciones de lo cotidiano-importante, de lo que nos afecta, de
lo que tiene sentido (Bruner, 1990; Ricoeur, 2000). Sobre la comida se habla
constantemente: la gente se cuenta qué comió, comerá o quisiera comer; lo que
no le gusta o no puede comer; intercambia trucos y recetas. Se dice que la vida
tiene sabor o trae sinsabores, que algo es la sal de la vida o que es insípido.
Hablar de la comida es hablar de nosotros mismos, de lo que nos atrae o repele,
de lo que nos sobra o nos falta, de nuestras fantasías y soledades, de nuestros
compañeros y recuerdos.
AL
AMPARO DE UNA DESDISCIPLINA
Nuestras
reflexiones y curiosidades están amparadas por una psicología social que ha
sido llamada desdisciplinada (Fernández-Ch., 1997) cuyo campo de estudio es la
cultura, entendida como tejido simbólico que tejen y destejen todas y cada una
de las personas, cada día y de muchas maneras. A su vez, esas personas son
bordadas por esa misma cultura. A este tejido-bordado se le aproxima una visión
que intenta ser respetuosa de lo que allí ocurre, entrando con cautela y
paciencia a tratar de interpretarla en sus lenguajes propios. Implica la
valoración del saber del hombre común, saber rico y poco ordenado. Supone
encuentros y desencuentros entre los sujetos y entre ellos y los objetos, con
el concurso del cuerpo y el espíritu, el sentir y el pensar; por ello es
también una psicología social estética (Maffesoli, 1989; Hernández, 2003).
Desde
estas perspectivas adquiere valor un “simple” plato de comida, una olla que
guisa, unas manos que mezclan, una mesa (no) decorada, un suspiro que saborea,
una comida amarga en todos los sentidos. El plato, la olla, la mesa, las manos,
el rostro, las palabras e historias dicen mucho a quien se detenga a
escucharlos, a mirarlos, a probarlos. No es gratuito que saber y sabor tengan
la misma etimología: conocimiento breve y luminoso (Palacios, 1987).
Así
las cosas, puede estarse de acuerdo en que las personas comunes, ejerciendo su
“ánimo estético (…) añaden distinción a la utilidad y poesía a la acción”;
buscando “infundir significado a los pequeños detalles de su existencia” (Mead,
1926: 384). En consecuencia, un plato de comida hierve de distinción y poesía.
Como
toda forma cultural, cocinar y comer están sometidos a fuerzas de tradición y
de cambio, a modas, des y revalorizaciones, a nuevos matices, prácticas no
conscientes, reflexiones (la gastronomía), apariencias, usos y abusos. Uno de
los abusos más frecuentes es la ideologización de la comida: desde el poder se
ofrece luchar contra el hambre con espadas tan cínicas como salarios miserables
y raquíticos mercados populares que homogeneízan y racionan el alimento. ¿Será
que los gobernantes apuestan más bien al hambre, la cual “libera de tener que
elegir (…) libera de la inquietud moral (…) deja una indiferencia protectora”?
(Ginzburg, 2000: 93). Un ciudadano que se inquieta y quiere elegir es
peligroso.
Dedicarse
al tema de la comida va resultando interesante, rico. Como todo tema de
estudio, conlleva dificultades, algunas de las cuales han quedado implícitas en
líneas anteriores. A esas que ya se han prefigurado, añadimos las siguientes:
–Su
importancia luce tan obvia, que no valdría la pena detenerse ni profundizar en
él: se cocina, se ingiere, se expulsa y si se tiene suerte, se saborea y se
comparte. ¿Qué tanto más?
–Cuando se le asigna importancia, pueden ocurrir cosas como éstas:
–Nos limitamos a medir los alimentos, transformándolos en carbohidratos,
proteínas, calorías y colesterol, es decir, en asuntos sin color, aroma ni
sabor.
–Nos ocupamos sólo de sus patologías, ya sean fisiológicas y/o simbólicas, por
lo que nos centramos en trastornos y enfermedades, llámense gastritis, colitis,
bulimias o anorexias.
–Caemos en cuenta que a pesar de, o quizás por, su simplicidad y automatismo
biológico, el comer es un tema íntimo, donde la persona se las juega; en él va
su dignidad (el hambre es indigna, triste, injusta), su religiosidad y su
moral: una buena madre (a veces el padre se da también por aludido) debe dar de
comer a sus hijos con abundancia y alegría. Abordar un asunto íntimo y
comprometedor a la vez que aparentemente simple, no resulta fácil.
ENTRAN
LA LITERATURA, LA HISTORIA Y EL ARTE
Una
aproximación desdisciplinada acude a múltiples perspectivas de interpretación
de los asuntos que le interesan. Los sentidos de la comida han sido trabajados
por cierta filosofía, por la literatura, la historia y el arte, algunas de
cuyas versiones hemos colado en páginas anteriores. Añadimos otras, sólo para
contribuir con la variedad de sabores-saberes anunciada en la primera página:
Para
Magritte, la “Fuerza de las cosas” (cuadro fechado en 1958) encarna en una
baguette y una copa de agua inconfundibles, contundentes, colocadas por encima
de todo. El expresionismo alemán se ocupó de pintar cuerpos hambrientos en
protesta por los horrores de la guerra y Hundertwasser concentra las infinitas
posibilidades culinarias en el mantel de una de sus obras, por lo que la silla
y el plato que lo acompañan se encuentran vacíos esperando por el comensal y la
comida que tengan a bien llegar. La dedicación de la Kahlo a su cocina dejó
huellas en paredes, sandías, manteles y guisos.
Gargantúa
y Pantagruel enfrentados a la negación cristiana de la carne, se entregan “en
cuerpo, alma, tripas e intestinos” a “tragar” unos alimentos grandes, muchos y
feos (Rabelais, 1983: 262). El Quijote, caballero andante y sublime, recomienda
a Sancho, ser terrenal, que no coma ajos ni cebollas para que los demás no
saquen, por el olor, su condición humilde; y en cierto momento lo insulta
diciéndole “Harto de ajos”, con lo cual nos damos idea de la larguísima
historia de la desvalorización del ajo y la cebolla, los cuales,
paradójicamente, son indispensables en nuestras cocinas.
Mas acá, “Mamá Blanca” recuerda desde un tardío siglo XIX “un admirable queso
de mano que enrollado en hojas de plátano (…) vino a ser (…) timbre y orgullo
de Piedra Azul, cuando (mamá) entre sonrisas y pedir excusas por la rusticidad
de la ofrenda, lo ponía en manos de cuanta visita llegase” (De la Parra, 1972:
631. Paréntesis nuestro). Pero no todo era tan sabroso en nuestras latitudes y
nuestro pasado: “Panchito Mandefuá” apenas si lograba una “hartada de frutas en
un día bueno” y lejanos estaban sus alimentos soñados; de allí que anota como
especial el momento en que “rayó con el dedo y se lo chupó, un cristal de la
India a través del cual (veía) pirámides de bombones (…) higos (…) ponqués y
fragmentos de quesillo” (Pocaterra, 1989: 30. Paréntesis nuestro). Mandefuá
finalmente logró su cena de Nochebuena junto al mismísimo Niño Jesús, después
de haber sido atropellado por un automóvil. José la “O” tuvo más suerte ya que
“la niña Cecé”, hija de sus patrones, lo sacó de su rutina de frijoles cuando
“le dio a comer dulces negros envueltos en papel de plata” (Pocaterra, 1989:
287).
Una
historia de la alimentación en Venezuela nos habla de una comida propiamente
venezolana o más técnicamente, de una “dieta criolla que se formó entre 1500 y
1750 (…) cuyos elementos constitutivos fueron el maíz, la carne de res, el
azúcar y el cacao como elementos básicos; y la yuca, el plátano, los frijoles y
el café, como alimentos complementarios” (Lovera, 1998: 33). Nuestra dieta es
mestiza al igual que nuestros nombres y nuestros cabellos.
Se
nos dice también que el café llegó después, desplazando en buena medida al
cacao como bebida, quizás por las ínfulas libertarias que traía, visto que
solía acompañar las reuniones subversivas en los países árabes y en Europa, y
porque gente más diversa se entusiasmó a tomarlo. El chocolate en taza quedó
para los niños y las mujeres. Sobre el asunto, doña Inés, mantuana que gracias
a su odio a los pardos vive unos cuatro siglos (Torres, 1989) se pregunta qué
puede esperarse de un país que sólo produce cosas que sirven para merendar: cacao,
café y azúcar. De manera que la comida también puede simbolizar rebelión,
conservación, machismo, feminidad y un largo etcétera.
ENTONCES
Y YA PARA IRNOS
Una
psicología social estética y desdisciplinada nos permite aproximarnos al mundo
de la comida y el comer como observadores-partícipes de esta esfera
literalmente vital (quien no come, se muere) que adquiere formas admirables y
efímeras, de múltiple significación, condensadas en la figura de la Trinidad:
cocinero (a), comida, comensal. Esas formas, ya sea un plato de comida o un
trajín en la cocina, como hemos dicho, “añaden dignidad a la utilidad y poesía
a la acción” (Mead, 1926: 384) y por lo tanto tienen un sentido estético y
también ético y reflexivo. Ellas pueden transformar un momento o día cualquiera
en un momento o día especial, lleno de deleites y/o sinsabores, de los cuales
dan cuenta desde la poesía hasta las expresiones plásticas o el pensamiento
filosófico, y en conexión con ellos la vida cotidiana donde las personas
comunes pasan buena parte de su vida cocinando y comiendo, si tienen suerte, lo
que quieren y con menos suerte, lo que pueden.
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