VANESSA ROLFINI A
07 de mayo de 2016
Han bastado tres semanas de viaje para descubrir que estoy hambrienta. Una especie de solitaria insaciable que desea tragarlo todo se ha despertado, desea alimentarse sin parar de comida, bebidas, espacios de aprendizaje, buena mesa, alegría, arte, descanso, con una vida de proyección positiva donde sea posible conectarse con la prosperidad, el placer y la paz.
Soy una persona afortunada, más allá de trabajar en lo que me apasiona, tengo la bendición de relacionarme con todo tipo de personas y visitar desde los lugares más increíbles hasta los más sencillos, pero todos han alimentado algo dentro de mi.
En líneas generales, los viajes siempre han tenido un propósito, una agenda laboral o académica, por eso esta travesía es especial, porque por razones personales ajenas a este texto, me ha tocado un periplo sin agenda, ni rumbo, ni objetivos aparentes, tanto que en muchos momentos me he sentido perdida, pero la única constante ha sido esta hambre instalada en mi cuerpo y espíritu.
El hambre no es física. El paso por Italia para cualquier viajero, en especial si es amante de la buena mesa, es una fuente de placer inagotable: vinos, helados, quesos, aceites, chocolates, pastas, ostras, embutidos, cervezas, panes, cada bocado ha sido un motivo de celebración y gusto.
Escribo este texto en un tren vía Almería, España, me acompaña un paisaje de olivos, que disfruto desde un vagón lleno de abuelitos muy ruidosos. En tierra ibérica he comido igual de bien, es otro registro de sabores, otra visión de la filosofía de la mesa, pero igual de placentera.
Entonces, ¿por qué tengo tanta hambre? Vista y vivida a la distancia, la lucha de todos los días resulta simplemente extenuante. Qué gratificante resulta no empezar una conversación intercambiando datos sobre dónde conseguir papel toalet o medicinas, salir a la puerta de mi casa para toparme con la cola de la farmacia diagonal a mi portal. Ya pasé por la euforia de entrar a un supermercado y salir de ahí con las tripas revueltas de la rabia.
Ha sido suficiente un pequeño alto en el camino, para ratificar que la vida es más que la angustia diaria que me acompaña. No hay comida en el mundo que sacie eso. Cómo logro transmitir que la vida es más que harina pan, aceite, miedo y la desesperación que se instalado en la vida de muchos venezolanos. Cómo explico que la cotidianidad la tenemos totalmente revuelta y volteada.
El amigo que visitaré en Almería me enviaba un link sobre lo lentos de los trenes para llegar a su ciudad. El chat iba más o menos así:
Yo: ¿me quieres meter miedo?
Amigo: ¿cómo le voy a meter miedo a alguien que vive en Caracas?.
Yo: amenazándome con algo de normalidad.
Mi amigo: tengo cerveza.
Carlos Fierro con un grupo de egresados del Diplomado en Gastronomía de la UJAP
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