Los gorilas de las selvas de África central observan una dieta herbívora. Aunque ocasionalmente pueden comer hormigas y termitas, su dieta se basa en follaje y frutos. Para un gorila no hay dudas a la hora de escoger qué almorzar, porque el menú cotidiano consiste en hojas de bambú.
Los humanos, a diferencia de cualquier otro animal, podemos subsistir comiendo casi cualquier cosa, desde grasa de ballena (esquimales), insectos y arácnidos (tribus amazónicas), hasta Big-Macs (adolescentes occidentales).
Este atributo único al homo sapiens, nos ha permitido sobrevivir en la adversidad y poblar totalmente el planeta. Sin embargo, el sacrificio colateral es una ansiedad constante al tratar de decidir cuáles alimentos nos son saludables.
El profesor Paul Rozin de la Universidadde Pennsylvania ha definido esta condición con el término “El dilema del omnívoro”. Nuestra ansiedad se manifiesta a diario y los “expertos”, más que calmarla, la exacerban con un sinfín de consejos y precauciones.
Muchos de ellos, particularmente dentro del establishment médico, proclaman haber encontrado el código nutricional oculto de la cadena de ADN que carecemos (y que parece no faltarle a los gorilas africanos). Aparentemente, nuestro instinto a la hora de comer no es confiable y necesitamos pues, un libro de instrucciones: nocolesterol, poca-sal, jamás-azúcar, sin-gluten, lacto-intolerante, no-coma-de-noche, etc.
Otras fuentes, sacan a relucir pretextos éticos (vegetarianismo), o interpretaciones sui géneris de fenómenos antropológicos (la dieta mediterránea, la esbeltez japonesa, la paradoja francesa).
Los medios de comunicación cuentan con secciones específicas para estos consejos que luego, nuestros familiares, el muchacho del gimnasio o la señora que vende el yogurt en el kiosco del mercado, nos recuerdan en ecolalia.
En mi entorno familiar, que no creo especialmente excéntrico, el dilema del omnívoro se manifiesta inequívoco y fervoroso en cada uno de sus miembros. Desde los “super-alimentos” de mi padre (díctamo real, el hongo del té y del vinagre, los multi-vitamínicos suizos, la linaza por cucharadas, el whisky vaso-dilatador por la noche) hasta la anti-dieta de mi díscola abuela Lya, quien ha explorado intensivamente los beneficios del café-con-leche-con-bizcochuelo por los últimos 60 años de sus saludables 85.
El mundo de la alta cocina no está exento de este dilema: La fastuosa visión ítalo-francesa de la gastronomía, iniciada con el matrimonio de Catalina de Médici y Enrique II en 1533, ha sido reemplazada por una visión frugal y calvinista encabezada por cocineros escandinavos y avalada por la prensa anglosajona.
Los vinos, paradójicamente, observan una evolución opuesta. Los austeros vinos de Burdeos viven en la anti-moda, mientras que la exuberancia del nuevo mundo acapara centimetraje.
¿Quién tiene entonces la última palabra? ¿En quién o qué creer? ¿Por qué en materia alimenticia el más relevante sentido de todos, el del gusto, no es confiable?
Para responder estas dudas propongo una partida de Ephphetae, el adictivo juego de citas célebres ideado por el escritor Igor Delgado Senior.
Primer lance de dados: “Los americanos creen que la muerte es opcional y la inmortalidad se logra combinando acertadamente la comida con las medicinas”. Bryan Appleyard. Segundos dados: “Vivir sin tener el coraje de morir, es esclavitud”. Séneca.
Terceros: “No es lo que tenemos sino lo que disfrutamos, lo que constituye nuestra abundancia”. Epicuro.
Lector, es su turno: …
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