El Libertador le mandó 20 cajas de champagne rosé a Antonio José de Sucre por la victoria de Ayacucho, gesto que dice cuánto estimaba a Sucre, la impresión que le causó la definitiva batalla y el altísimo valor que le concedía al espumoso francés. Simón Bolívar, a pesar de haber nacido en una miserable Capitanía General del imperio español, a quien solo la viudez salvó del vitalicio cargo de alcalde de San Mateo, había visto debutar el poderío absoluto de Napoleón en el París de comienzos de siglo. Asiduo de los salones mundanos, vivió en la rue Vivienne, a unos pasos del Palais Royal, donde el champagne había sido impuesto por el duque de Orleáns y corría a mares en el Véfour, en Les Fréres Provenceaux, en cabarets y garitos de los alrededores.
Bolívar contrajo, pues, en París, además del gusto por los uniformes imperiales, la incurable costumbre del prodigioso vino, perfeccionado apenas 100 años antes por los contemporáneos del monje Dom Perignon. Ya Madame de Pompadour había sentenciado –antes de que la turba revolucionaria sentenciara de modo más cruel a sus iguales- que el champagne es el único vino que una mujer puede beberse sin afearse. Apenas tenía una centuria escasa de existencia y Lord Byron, gran admirador de Bolívar, podía declarar en su Don Juan: ¡Champagne, rocío del alma, lluvia del corazón!”
El champagne, desde la Guerra de Independencia hasta el día de hoy, pasando por la época de Guzmán Blanco y los años de la posguerra en que Venezuela se convirtió en uno de los primeros importadores a escala mundial, no ha dejado de ganar terreno en el corazón y la fiesta criollos. Las cantidades de champagne que han regado el territorio nacional en menos de 200 años de vida republicana explican que, mal que bien, todo el mundo en Venezuela tenga una noción, aunque sea vaga, de lo que es el champagne.
En una oportunidad disfrutaba de una botella de Veuve Clicquot en El Mirador, frente al Orinoco, en Ciudad Bolívar, cuando un muchacho de 20 años, sentado en la mesa de al lado, logró con algún esfuerzo que entráramos en su conversación. Minero humilde en el kilómetro 88, la última bulla aurífera de Guayana, identificaba perfectamente la botella de “la viuda” excusa para iniciar el diálogo que, muy pronto, y con lógica secuencia, pasó de las burbujas de oro al oro en pepitas que a tantos hombres ha arrastrado hasta aquellas tierras. Es esa popularidad del champagne la que aprovechan los fabricantes de espumosos, aun los que se limitan a adicionar gas carbónico al vino blanco –en otras palabras a producir un instantáneo efervescente-, cuando colocan en sus etiquetas el nombre de la célebre región francesa.
El decreto de la denominación de origen del champagne fue, lejos de un capricho presidencial o de una distracción elitista del gobierno, una ponderada medida para la protección del consumidor en una nación donde este vino ha calado hondo. Los venezolanos tienen derecho, a la hora de festejar el champagne, aunque sea una vez al año, aunque sea una vez en la vida, de hacerlo con el producto legítimo. Producido en la región francesa dela Champaña, es hijo de una segunda fermentación provocada en la botella por efecto del “licor de tiraje”, envejecido entre uno y tres años, y caracterizado, en fin, por la adición de o no de una dosis del llamado “licor de expedición”.
Las uvas que lo producen –pinot, noir y meunier, y chardonnay-, el suelo calcáreo donde crecen sus viñedos y están excavadas sus bodegas de añejamiento, amén del arduo clima que castiga la región, sustenta la personalidad única de este vino justificadamente célebre. La usurpación de su nombre por vinos que en ocasiones pasan en directo de las cubas a la botella, donde reciben su carga artificial de burbujas –como una simple soda-, es un pérfido engaño y está cerca del delito de estafa pública.
El caso de otros espumosos, con diferentes métodos –rural, charmat- en Francia o en otros países, o con el mismo método champagne, pero en regiones distintas y con otro tipo de uva, por lo general, es de otro tenor. Su error consiste en desconfiar en ocasiones de sus propias virtudes, que las tienen –ciertos spumanti italianos, algunos cavas catalanes-, y en no defenderse por cuenta propia, labrando su prestigio individual. Un spumante como el sabroso Ferrari, distribuido en Venezuela, por ejemplo, tiene suficiente personalidad para no necesitar robarse algún apelativo, y lo hace sin acudir a bajos subterfugios.
Lo cierto es que hasta hace muy poco los venezolanos bebían champagne en cantidades industriales. Difícil evaluar cuánto en el Círculo militar, cuánto en el Country Club y cuánto en San Agustín del Sur. Mi amigo John Zubillaga, conocedor diurno y nocturno de la Caracas disipada, aseguraba haber visto botellas de champagne en las mesas de los bares de la avenida Nueva Granada, aquellos donde la fiesta comienza a las 11 de la mañana.
No sólo adecos con petróleo subido a la cabeza disfrutaron, en años pasados, de la abundancia del champagne. Ese es un fácil argumento de intelectual de botiquín, de izquierda y con remordimientos. La otra Caracas también supo entonces de las virtudes del champagne. Pero las ventas del espumoso francés, también es cierto, han decaído en forma drástica desde que el famoso Viernes Negro implantara una nueva mentalidad en el país. No es la primera vez. No será la última.
Pienso en aquel francés, Lucien Morisse, que publicó un libro relatando sus experiencias de un viaje a El Callao, hacia 1875, cuando las minas estaban entrando en el lento ocaso que, luego de haber gozado de una desmesurada reputación internacional, las sumiría en el olvido. El libro se titula Excursion dans l’Eldorado. Perfecta ilustración de ese régimen de altibajos que ha conocido este país desde los tempranos días dela Conquista es este párrafo donde Morisse refiere su primer almuerzo en las minas:
“Éramos unos 40 a almorzar en ese momento, pero los comensales se sucedían sin cesar de las 11 ala una. En los buenos tiempos de El Callao, la mesa suntuosa servía hasta 200 cubiertos de invitados al mediodía e igual número por la noche, aunque ésta estuviera destinada, en principio, al uso exclusivo de los jefes de servicio. El almuerzo empezó con una sopa de ostras; la comida fue servida a la manera del país, es decir, en un solo servicio, todos los platos sobre la mesa al mismo tiempo. Brindamos con champagne, Clicquot, la marca preferida, casi única, en El Callao. Me enteré que el consumo había disminuido en forma notable. ‘Parece’, dije riéndome a uno de mis vecinos en la mesa, haciendo alusión a las cantidades legendarias consumidas, ‘que si se hubieran aplicado a hacer estallar en el cuarzo todas las botellas de Clicquot, se habría obtenido el mismo resultado que con una suma igual de dinamita’. ‘Mal negocio’, me respondió, ‘para la representación en El Callao de la firma Nobel”.
Ha transcurrido poco menos de un siglo, el petróleo ha sustituido al oro, y en El Callao y en Caracas se ha mantenido el amor por “la viuda”. También en la Caracasde hoy, con diferentes palabras, aunque idéntico significado y la misma nostalgia y aflicción, se evoca el fasto ido, el perlífero brillo del champagne que, devaluación mediante, se llevaron el viento y la política. En el Country Club, después de haber despedido por la puerta grande a Dom Perignon, se introdujo por la puerta de servicio, para vertirlo en las mismas flautas, el imperial Moet Brut, dos tercios más barato. He ahí que, en Catia, un atroz apócrifo gautireño sucedáneo de la señora Clicquot, hace su aparición. Venezuela, amante de las burbujas por más de 150 años, se adapta, cambia de piel, pero mantiene intacta la líbido.
Tomado de Boca solo hay una. Fundación para la Cultura Urbana. (Caracas, 2006)
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