Semanario ABC Marzo 17, 2017
La primera vez que conocí de cerca el hambre colectiva fue
en La Habana. Corría el llamado período especial. El bloque soviético, al igual
que el Muro de Berlín, se había derrumbado. El embargo de Estados Unidos
arreciaba. Así que, sin combustible y sin la mesada que el Imperio comunista le
asignaba para sobrevivir, al gobierno cubano no le quedó otra que ajustarse el
cinturón de manera dramática.
Muchas cosas me impactaron en aquella visita. Los millares
de personas que viajaban colgando como racimos de plátanos en puertas y
ventanas del transporte. La evidente multiplicación de la prostitución a cambio
de productos, alimentos y bebidas que solo los turistas podían comprar en las
tiendas “diplomáticas”. La delgadez casi famélica de amigos a quienes, luego de
un año, cuando íbamos al Festival de Cine, volvíamos a encontrar con cinco o
diez kilos menos.
Pero lo que más me impactaba era un cierto rictus en el
labio superior, una especie de encogimiento producto de la desnutrición, que
dejaba la boca permanentemente semiabierta y afectaba a la mayoría por igual.
El sello facial del hambre comunista.
Y, sin embargo, no vi nunca a nadie, en la calle, comiendo
directamente de las bolsas de basura. Ni siquiera recuerdo haber visto en dónde
se depositaba la basura.
II
En cambio, ahora que el hambre colectiva está tocando a
nuestras puertas. Que se ha convertido en parte del paisaje urbano de las
ciudades venezolanas. Lo que más dolor y tristeza, desasosiego e impotencia,
desesperanza y pesar me genera es ver todos los días, primero frente a mi casa,
luego en la breve ruta que tomo hacía la oficina, la cantidad de personas,
agachadas unas, en cuclillas algunas, incluso sentadas como si se tratara de un
picnic algunas, sacando desechos orgánicos de las bolsas de basuras y
llevándolas a la boca con cierta desesperación.
Es una escena muy agresiva para cualquiera que no haya
perdido la sensibilidad y los mínimos sentimientos de piedad y solidaridad con
nuestros congéneres.
Aparte de los emocionales, de su aporte a la desesperanza
que corroe al país democrático como una epidemia voraz, los efectos de este
nuevo ritual son diversos. Primero, obviamente, para los comensales. El impacto
moral: el hambre pulveriza la dignidad. Segundo, para su salud. Algún día se
sabrá qué tipo de enfermedades han contraído y contagiado por este medio.
Luego, para la salubridad de las zonas donde ocurre, toda vez que los
comensales generalmente dejan esparcidos otros desechos en los alrededores de
las bolsas que no son recogidos por el servicio de aseo urbano. En algunas
casas se despiertan muy de madrugada para literalmente entregar personalmente
las bolsas al camión recolector.
III
Lo más triste es que en Venezuela hay, efectivamente, una
escasez de productos básicos y una inflación asfixiante, pero no hay hambruna
alguna por catástrofe natural o por situación de guerra. Hay una política
económica tercamente suicida. Pero el hambre es selectiva. Clasista. No azota a
todos por igual.
Quienes tienen dólares suficientes convertidos en bolívares
–diplomáticos-jerarcas rojos, empresarios exitosos, gente común que ahorró
honestamente– pueden ir a un supermercado y comprar literalmente lo que
quieran. Pero, eso sí, importado. Las clases medias y otros trabajadores
sobrevivimos pagando los productos regulados o importados a precios
escandalosos o, los menos afortunados, haciendo extensas colas para obtener
alimentos regulados. Algunos, muy pocos, militantes del PSUV reciben las bolsas
Clap. Todos nos las arreglamos para sobrevivir.
Menos aquel grupo, cada vez más grande, que se alimenta de
la basura o mendiga desesperadamente por las calles un trozo de cualquier cosa
que aminore el hambre. Los nuevos parias. El otro exilio. Vagan en familias,
con niños y bebés en brazos. La mirada anestesiada por el desamparo. La ropa
raída. Incluso, lo acabo de ver antes de sentarme a escribir esta nota, los
pies descalzos.
Por ahora, Venezuela es también el plató de Los
olvidados. Pero los adolescentes granujas de aquella impactante película,
siglo XIX de Buñuel, lucen mejor vestidos y alimentados que los olvidados del
socialismo del siglo XXI.
No hay comentarios:
Publicar un comentario