MEMORIA DEL ÑAME
Alberto Barrera Tyszka
Semanario ABC Marzo 17, 2017
Escuché en la radio una propaganda oficial promocionando
el ñame.
La muchacha tenía una voz agradable y hablaba con un
entusiasmo casi musical. Como si nos estuviera invitando a una fiesta: vamos
todos pa’ la rumba. No te la puedes perder. Vamos a pasarla bomba. Va a haber
yuca, ocumo y mapuey.
De inmediato, la memoria —siempre flexible y errática— me
dejó en alguna noche de mi infancia. A veces, a la hora de la cena, mi madre
ponía sobre la mesa ñame y queso. Eso era lo que tocaba. Uno o dos pedazos del
tubérculo hervido y una rodaja de queso blanco salado. A mí me encantaba. Y,
desde entonces, se me activa el recuerdo debajo de la lengua cuando pienso en
esa combinación. El ñame con queso forma parte de los sabores de mi nostalgia.
Pero no es un ideal gastronómico. Si mi madre hubiera podido, de seguro nos
habría servido un bistec con arroz o una rueda de carite sierra con ensalada.
Hacer de la pobreza una utopía me parece indignante.
El gobierno se empeña en no reconocer el hambre. La ve, pero
no la acepta. Prefiere el espejismo que la realidad porque la realidad delata
su ineficacia, su negligencia, su corrupción. Por eso, entonces, el oficialismo
se dedica infamemente a convertir la miseria en una virtud. Desde el año
pasado, lanzaron la campaña “Agarra dato, come sano, come venezolano”. El
proyecto promueve el consumo de verduras y de vegetales producidos en el país,
para tratar de paliar la imposibilidad de la mayoría de la población para
acceder a productos como la carne, el pollo, el pescado, el arroz, las pastas,
la harina… Pero el tiempo ha demostrado que tampoco la ahuyama, la batata, la
yuca o el ñame son tan baratos. Un presupuesto familiar tampoco puede acceder
fácilmente a los —ahora— tan bolivarianos tubérculos. Tal vez por eso mismo la
muchacha de la radio también hablaba de sembrar y de cultivar en cada casa sus
propias cosechas. Todos sabemos que eso es imposible. El futuro de la
revolución está en la calle: el hombre nuevo debe comer basura.
Quizás llegue el día en que, en una cadena nacional, el
Presidente diga que comer perrarina no es tan malo. Que se ha descubierto que
las conchas del cambur son muy saludables. Que el cartón mojado con un poco de
sal es alimenticio y le hace bien al corazón. Y saldrán, nuevamente, Delcy
Rodríguez y Jorge Valero a repetir por el planeta que en Venezuela no hay
hambre, que somos felices y no tenemos ninguna necesidad, que aquí
—literalmente— comemos de todo.
La noticia de un bebé de 3 meses, fallecido esta semana en
Ocumare del Tuy a causa de desnutrición, debería haber paralizado al país. Pero
solo es un caso más, otra noticia repetida. Nada demasiado nuevo. Nada
demasiado sorprendente. Es aterrador constatar que la tragedia se nos ha
convertido en una rutina. Al negarla, el gobierno banaliza la realidad. Le
quita peso, valor, dignidad. La despoja de su posibilidad de escándalo. El
oficialismo ahora vive para ocultar el sufrimiento del pueblo.
“No hagas colas innecesarias”, dijo la muchacha de la
propaganda en la radio. Esa es la voz del poder. No solo desconoce tu realidad,
tu angustia; encima descalifica tu desesperación, tus intentos por enfrentar
esa realidad, por salir de esa angustia. Para el gobierno, las colas son un
caprichito, una mala crianza de aquellos necios que todavía no han entendido
que ser pobre es bueno, que no hay nada como el ñame, que tener hambre nos hace
mejores venezolanos.
Esta semana, sin embargo, hubo una manifestación diferente.
Es un hecho que puede ser muy subversivo dentro del panorama simbólico del
país. Fue una protesta por comida, según señala la noticia. Pero fue, además,
frente a la casa de un gobernador. La gente trató de acercarse a la fachada
donde reside el General retirado García Carneiro y comenzó a reclamar. El destino
del hambre no tiene control. La gente sabe dónde viven los poderosos. El
gobierno podrá negar la realidad, hasta que la realidad toque las puertas de
sus casas. ¿Qué hay en la despensa del Gobernador? ¿Qué comen los ministros?
¿Qué hay en la nevera de Miraflores? ¿Una bolsita clap?
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