CARACAS CRÓNICA | ELOI YAGÜE JARQUE | Ultimas Noticias 05/01/2014
El sofrito
Cuando yo llegaba del colegio había algo que podía interesarme más que ver El Club del Zorro en la televisión, y era ayudar a Felisa en la cocina
Cuando yo llegaba del colegio había algo que podía interesarme más que ver El Club del Zorro en la televisión, y era ayudar a Felisa en la cocina. A mi abuela española le gustaba cocinar y cantar viejos cuplés y fragmentos de zarzuelas. Tenía la sazón mediterránea, especialmente la valenciana. Poco a poco fui iniciado por ella en el arte de la cocina, cosa que nunca le agradeceré bastante. Me daba un cuchillo y una tabla de madera y me ponía a picar cebolla. Yo, por supuesto, terminaba llorando, pero cumplía mi misión a cabalidad y disimulaba mis lágrimas, pues ya se sabe que los hombres no lloran aunque tengan ocho años y piquen cebolla.
Luego venía el corte de los tomates. Picar un tomate para mí, que ya lo he hecho miles de veces, sigue siendo una de las pequeñas maravillas que ofrece la vida. Lo hacía al modo europeo, es decir, longitudinalmente. Primero era quitarle el culito hendiendo el cuchillo, que debía tener punta fina y estar muy afilado, y haciéndolo girar en forma inclinada de tal modo que salía un pedazo en forma cónica. Luego partirlo por la mitad e ir cortando los gajos, disfrutando el fresco y tierno aroma del tomate recién picado. Para el sofrito debía estar en pequeños cuadritos. Entonces poner la roja montañita de tomate al lado de la blanca de cebolla y comparar sus alturas. Mis primeros cortes, heridas de guerra de las que todo cocinero se ufana, me los hice en esas tardes, y mi abuela me besaba los dedos para que sanaran.
Ella se reservaba la parte peligrosa, o sea, poner la sartén al fuego, regular la llama, echar el chorro de aceite de oliva y mezclar los ingredientes; primero la cebolla y luego, cuando se ponía transparente, el tomate. Sin saberlo, entonces asistía a mi primera clase de química. Ignoro quién fue el primer ser humano a quien se le ocurrió experimentar tan sublime combinación, pero lo cierto es que el sofrito es la base de toda la cocina mediterránea y buena parte de la occidental, pues sirve para preparar casi cualquier cosa: arroces, pastas, vegetales, carnes y pescados, así como multitud de salsas.
En la segunda fase de mi aprendizaje, mi abuela me enseñó a pelar y picar los ajos, tarea más difícil, pues había que conocer la anatomía de esa pequeña maravilla cuyo nombre científico es allium sativum. Como todos saben, el ajo es protagonista estelar de la cocina mediterránea, y particularmente de la española. Mi abuela me enseñó a conocer la cabeza de ajo y a separar sus dientes. Más adelante aprendí a quitar la cáscara, fina como un papel celofán, y a picar el blanco diente en pedacitos o a machacarlo en el mortero de madera para hacer la famosa salsa alioli, o ajoaceite, como la conocen en la Comunidad Valenciana, uno de los descubrimientos más extraordinarios de la cocina española, pues une a la reciedumbre sulfurosa del ajo la delicadeza aromática del aceite de oliva.
Otra receta que me enseñó a amar el ajo es la del ajoarriero, que es una pasta típica del terruño de mi abuela, la comarca Requena-Utiel, elaborada a base de patatas, ajo, huevo y aceite, todo ello finamente machacado en un mortero, que se añade a determinados alimentos, especialmente al bacalao. Se cree que su origen está en los arrieros que la utilizaban como medio de conservación de los alimentos durante los largos trayectos y los meses estivales. Poco a poco, la fórmula se fue introduciendo en las posadas y las ventas en las que los arrieros pernoctaban, y de ahí pasó a la cultura gastronómica popular.
El secreto del azafrán. La primera vez que comí paella fue en el pueblo de mi abuela, llamado Requena, situado al interior de Valencia, ya casi en la meseta castellana. Es un pueblo pequeño y muy antiguo, tanto que tiene un castillo de tiempos inmemoriales. Yo tenía un tío cazador, y en unas vacaciones de verano que pasé allí cazó unas liebres y perdices y con ellas hicimos paella en el solar de la casa, con fuego de leña y bajo la sombra de la parra. Hay sabores y olores inolvidables y ese sin duda es uno de los míos, así como el del recio vino de la comarca, que hoy en día es denominación de origen.
Mi abuela sabía especiar el arroz con hebras de azafrán, que se daba en la huerta valenciana. El azafrán es una especia derivada de los estigmas o pistilos secos de la flor de la planta homónima cuyo nombre científico es crocus sativus. Le da a las comidas un toque ligeramente amargo y el color amarillo. La verdadera paella lo lleva. España es el segundo productor mundial de flores de azafrán (el primero es Irán). Para hacer un kilo de azafrán puro hacen falta 250 mil flores, por lo que su precio es muy elevado (3.000 euros el kilo, aproximadamente).
En Valencia se da un tipo de arroz de grano gordo y muy absorbente; de hecho, arroz valenciano es hoy en día una denominación de origen y hay más de 300 formas de prepararlo. Felisa lo echaba de menos, pero tuvo que adaptar muchas de sus recetas al arroz venezolano, que es del tipo canilla, o sea, alargado. Más adelante aprendí a limpiar calamares, pelar camarones y cepillar mejillones, artes indispensables para cualquier receta a base de mariscos o incluso para el arroz a la marinera.
Yo me le pasaba en su cuarto viendo las viejas fotos familiares (en mi familia todos los hombres habían fallecido). Ella le prendía velas a las ánimas del Purgatorio y rezaba el rosario musitando las palabras mientras desgranaba las cuentas. Vivimos juntos muchas aventuras, no sólo las culinarias, sino el terremoto de 1967. Sólo la vi llorar una vez, el 28 de septiembre de 1967, el día en que se murió el cantante Cherry Navarro, a quien adoraba.
Ella falleció al día siguiente de yo cumplir once años, como si no hubiera querido ser aguafiestas. Cada vez que cocino, pero especialmente cada vez que hago paella (aunque ya no la haga con azafrán sino con carmencita), me acuerdo de mi abuela Felisa, quien me enseñó a cocinar cantando.
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Luego venía el corte de los tomates. Picar un tomate para mí, que ya lo he hecho miles de veces, sigue siendo una de las pequeñas maravillas que ofrece la vida. Lo hacía al modo europeo, es decir, longitudinalmente. Primero era quitarle el culito hendiendo el cuchillo, que debía tener punta fina y estar muy afilado, y haciéndolo girar en forma inclinada de tal modo que salía un pedazo en forma cónica. Luego partirlo por la mitad e ir cortando los gajos, disfrutando el fresco y tierno aroma del tomate recién picado. Para el sofrito debía estar en pequeños cuadritos. Entonces poner la roja montañita de tomate al lado de la blanca de cebolla y comparar sus alturas. Mis primeros cortes, heridas de guerra de las que todo cocinero se ufana, me los hice en esas tardes, y mi abuela me besaba los dedos para que sanaran.
Ella se reservaba la parte peligrosa, o sea, poner la sartén al fuego, regular la llama, echar el chorro de aceite de oliva y mezclar los ingredientes; primero la cebolla y luego, cuando se ponía transparente, el tomate. Sin saberlo, entonces asistía a mi primera clase de química. Ignoro quién fue el primer ser humano a quien se le ocurrió experimentar tan sublime combinación, pero lo cierto es que el sofrito es la base de toda la cocina mediterránea y buena parte de la occidental, pues sirve para preparar casi cualquier cosa: arroces, pastas, vegetales, carnes y pescados, así como multitud de salsas.
En la segunda fase de mi aprendizaje, mi abuela me enseñó a pelar y picar los ajos, tarea más difícil, pues había que conocer la anatomía de esa pequeña maravilla cuyo nombre científico es allium sativum. Como todos saben, el ajo es protagonista estelar de la cocina mediterránea, y particularmente de la española. Mi abuela me enseñó a conocer la cabeza de ajo y a separar sus dientes. Más adelante aprendí a quitar la cáscara, fina como un papel celofán, y a picar el blanco diente en pedacitos o a machacarlo en el mortero de madera para hacer la famosa salsa alioli, o ajoaceite, como la conocen en la Comunidad Valenciana, uno de los descubrimientos más extraordinarios de la cocina española, pues une a la reciedumbre sulfurosa del ajo la delicadeza aromática del aceite de oliva.
Otra receta que me enseñó a amar el ajo es la del ajoarriero, que es una pasta típica del terruño de mi abuela, la comarca Requena-Utiel, elaborada a base de patatas, ajo, huevo y aceite, todo ello finamente machacado en un mortero, que se añade a determinados alimentos, especialmente al bacalao. Se cree que su origen está en los arrieros que la utilizaban como medio de conservación de los alimentos durante los largos trayectos y los meses estivales. Poco a poco, la fórmula se fue introduciendo en las posadas y las ventas en las que los arrieros pernoctaban, y de ahí pasó a la cultura gastronómica popular.
El secreto del azafrán. La primera vez que comí paella fue en el pueblo de mi abuela, llamado Requena, situado al interior de Valencia, ya casi en la meseta castellana. Es un pueblo pequeño y muy antiguo, tanto que tiene un castillo de tiempos inmemoriales. Yo tenía un tío cazador, y en unas vacaciones de verano que pasé allí cazó unas liebres y perdices y con ellas hicimos paella en el solar de la casa, con fuego de leña y bajo la sombra de la parra. Hay sabores y olores inolvidables y ese sin duda es uno de los míos, así como el del recio vino de la comarca, que hoy en día es denominación de origen.
Mi abuela sabía especiar el arroz con hebras de azafrán, que se daba en la huerta valenciana. El azafrán es una especia derivada de los estigmas o pistilos secos de la flor de la planta homónima cuyo nombre científico es crocus sativus. Le da a las comidas un toque ligeramente amargo y el color amarillo. La verdadera paella lo lleva. España es el segundo productor mundial de flores de azafrán (el primero es Irán). Para hacer un kilo de azafrán puro hacen falta 250 mil flores, por lo que su precio es muy elevado (3.000 euros el kilo, aproximadamente).
En Valencia se da un tipo de arroz de grano gordo y muy absorbente; de hecho, arroz valenciano es hoy en día una denominación de origen y hay más de 300 formas de prepararlo. Felisa lo echaba de menos, pero tuvo que adaptar muchas de sus recetas al arroz venezolano, que es del tipo canilla, o sea, alargado. Más adelante aprendí a limpiar calamares, pelar camarones y cepillar mejillones, artes indispensables para cualquier receta a base de mariscos o incluso para el arroz a la marinera.
Yo me le pasaba en su cuarto viendo las viejas fotos familiares (en mi familia todos los hombres habían fallecido). Ella le prendía velas a las ánimas del Purgatorio y rezaba el rosario musitando las palabras mientras desgranaba las cuentas. Vivimos juntos muchas aventuras, no sólo las culinarias, sino el terremoto de 1967. Sólo la vi llorar una vez, el 28 de septiembre de 1967, el día en que se murió el cantante Cherry Navarro, a quien adoraba.
Ella falleció al día siguiente de yo cumplir once años, como si no hubiera querido ser aguafiestas. Cada vez que cocino, pero especialmente cada vez que hago paella (aunque ya no la haga con azafrán sino con carmencita), me acuerdo de mi abuela Felisa, quien me enseñó a cocinar cantando.
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