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José Rafael Lovera
No muy dado con los restaurantes capitalinos, uno de los hombres más notables de la gastronomía venezolana encuentra en el papelón el dulce sabor de Caracas Foto: Natalia Brand
por JOHAN M. RAMÍREZ | DOMINGO 18 DE OCTUBRE DE 2009
En la sede del Centro de Estudios Gastronómicos (CEGA) en Quebrada Honda
A la salida de su colegio, el San Ignacio, en la esquina de Jesuitas, solía comprar por una locha algún dulce de leche o una conserva de coco. Con emoción subía al tranvía que iba veloz -así le parecía a él- sobre las calles provincianas de la ciudad. Con gozo recuerda el viejo mercado de San Jacinto y su festín de colores y personajes. Pero ninguna experiencia iguala a las que provocaban las terribles travesuras de su infancia. Como castigo recurrente lo mandaban a sentar, quietecito y sin chistar, en una silla de la cocina. Y corría con la fortuna de que allí siempre estaba Paula Tovar, la fantástica cocinera de la casa que, para aliviarle la pena, le contaba los más divertidos cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo mientras cumplía con sus diarias labores; y así pasaban varias horas, la mujer en su faena y el niño silente atento a las historias. Entonces los olores, el sonido de las tapas y las ollas, el de las cucharas que revolvían la sopa, el crepitar del aceite en la sartén, el aroma del maíz de las cachapas& todo fue sumando en el alma del pequeño que comenzó a interesarse entonces por el tema gastronómico.
Y actualmente, con 70 años, José Rafael Lovera es uno de los hombres más destacados de la gastronomía venezolana. Historiador de profesión, es especialista en historia de la alimentación, profesor jubilado de la UCV, fundador de la Academia Venezolana de Gastronomía y del Centro de Estudios Gastronómicos (CEGA), miembro de la Academia Nacional de Historia y de la Academia Francesa del Chocolate, esto gracias a sus amplios estudios sobre el cacao. En fin, un caraqueño notable y de pura cepa, pastoreño, nacido en los años treinta, un amante de esta capital que a cada tanto mira a su alrededor buscando en alguna esquina los viejos referentes de su imaginario: una casa antigua, una tienda remota o el típico anciano de aquella ciudad de los techos rojos. Con pesar acepta que en su lugar se elevan edificios de 20 pisos o locales de comida rápida. "Pero ni modo, uno debe adaptarse", dice.
En ese proceso de urbana transformación ha modificado sus normales preferencias. Antes adoraba lugares públicos como la Calle Real de Sabana Grande o el Gran Café. Ahora no puede visitarlos y, en cambio, frecuenta "ese refugio para las artes y el teatro" que tienen los caraqueños: el Trasnocho. Antes veía Flash Gordon en el Cine Anauco y comía maravillas en el restaurante París o en el Jaime Vivas; hoy se decide por un buen plato en el Urrutia de la Solano o en el CEGA, pero no más, dice, "pues la oferta gastronómica de la ciudad es, en altísimo porcentaje, bastante mediocre. Mucha apariencia, pero poca sustancia y menos sazón". Mientras estudiaba en la universidad nunca faltó la chicha prodigiosa bajo el Reloj Histórico de la UCV, mas una cosa sí quiere dejar clara: "Jamás he comido perro caliente en un carrito de la calle".
"Pero de estos cambios quizá lo que más lamento es que haya desaparecido el tiempo quedo y tranquilo que necesita la comida caraqueña, que es trabajosa y requiere mucha cocción. Al acelerarse la vida en la ciudad la cocina se ha visto afectada", afirma. "De aquellos platos tradicionales sólo sobreviven las hallacas, el pabellón y las cachapas", agrega.
Y actualmente, con 70 años, José Rafael Lovera es uno de los hombres más destacados de la gastronomía venezolana. Historiador de profesión, es especialista en historia de la alimentación, profesor jubilado de la UCV, fundador de la Academia Venezolana de Gastronomía y del Centro de Estudios Gastronómicos (CEGA), miembro de la Academia Nacional de Historia y de la Academia Francesa del Chocolate, esto gracias a sus amplios estudios sobre el cacao. En fin, un caraqueño notable y de pura cepa, pastoreño, nacido en los años treinta, un amante de esta capital que a cada tanto mira a su alrededor buscando en alguna esquina los viejos referentes de su imaginario: una casa antigua, una tienda remota o el típico anciano de aquella ciudad de los techos rojos. Con pesar acepta que en su lugar se elevan edificios de 20 pisos o locales de comida rápida. "Pero ni modo, uno debe adaptarse", dice.
En ese proceso de urbana transformación ha modificado sus normales preferencias. Antes adoraba lugares públicos como la Calle Real de Sabana Grande o el Gran Café. Ahora no puede visitarlos y, en cambio, frecuenta "ese refugio para las artes y el teatro" que tienen los caraqueños: el Trasnocho. Antes veía Flash Gordon en el Cine Anauco y comía maravillas en el restaurante París o en el Jaime Vivas; hoy se decide por un buen plato en el Urrutia de la Solano o en el CEGA, pero no más, dice, "pues la oferta gastronómica de la ciudad es, en altísimo porcentaje, bastante mediocre. Mucha apariencia, pero poca sustancia y menos sazón". Mientras estudiaba en la universidad nunca faltó la chicha prodigiosa bajo el Reloj Histórico de la UCV, mas una cosa sí quiere dejar clara: "Jamás he comido perro caliente en un carrito de la calle".
"Pero de estos cambios quizá lo que más lamento es que haya desaparecido el tiempo quedo y tranquilo que necesita la comida caraqueña, que es trabajosa y requiere mucha cocción. Al acelerarse la vida en la ciudad la cocina se ha visto afectada", afirma. "De aquellos platos tradicionales sólo sobreviven las hallacas, el pabellón y las cachapas", agrega.
Sin embargo, aunque todo cambie, un vínculo sigue intacto en su memoria gustativa. No importa dónde esté, siempre que prueba el papelón, su corazón y su mente vuelan a Caracas. "Una vez me pasó en Perú y otra con unos amigos japoneses. Saboreé papelón y en seguida me fui a los dulces de mi infancia, a los buñuelos de apio, a los helados Efe, a la azúcar prieta de aquellos años& sí, y allí está, entre todos esos caramelos, la Caracas de mis recuerdos".
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