Tiempo de setas
Son, como dijo el novelista español Wenceslao Fernández Flórez, “hijas de la lluvia”: para que broten ha de llover y ha de escampar, antes de que empiecen las heladas del comienzo del invierno. Unas buenas setas son uno de los mejores placeres de estaciones tan pródigas en ellos, como el otoño y la primavera, pero hay que recordar que solo exigen una cosa: el concocimiento
Amadas y temidas desde la noche de los tiempos, desde que el hombre empezó a conocer sus propiedades, las setas, esos seres ni animales ni vegetales que en primavera, pero sobre todo en otoño, brotan en campos y bosques solo tienen un secreto: el conocimiento.
Hay que saber muy bien si pueden ser fuentes de placer gastronómico, un bocado de dioses, o si son un medio seguro de pasaportar al otro mundo a quien se atreva a ingerirlas. No hay trucos: una seta comestible siempre será comestible, una seta tóxica siempre será tóxica, y una seta letal siempre será letal. Esta es la norma general, aunque haya alguna excepción, las morillas, por ejemplo, que en crudo son tóxicas y cocinadas no solo no lo son, sino que son un bocado delicioso.
Pero en caso de duda absténganse, no vayan a convertirse en bocado de dioses en el sentido que dio a esta expresión el emperador Nerón cuando su madre envenenó a su tío Claudio con unas amanitas mortales; los romanos, entonces, hacían dioses a sus césares cuando morían. Jueguen, pues, sobre seguro, y no echen a la sartén todo lo que encuentren en el monte: solo aquello de lo que no tengan ninguna duda. Es más, en caso de duda, déjenlas donde están. Si van a buscar setas –los catalanes llaman a esto caçar bolets, cazar setas– procuren ir con un experto hasta que lo sean ustedes.
Ya hemos mencionado la forma más sencilla de preparar unas setas: la sartén. Habitualmente se aderezan con sal, un poquito de ajo y una chispita de picante, no demasiado para no anular su sabor propio. Un breve paso por la sartén les va muy bien a casi todas, pues su alto contenido en agua hace que muchas veces huelan y sepan a agua estancada, como a moho, cosa que desaparece con un calentón prudente.
Se llevan muy bien con el huevo revuelto, al punto que cada cual prefiera; en mi caso, bastante suelto. Y hay donde elegir. Las más comunes hoy son dos cuyo nombre, en algunos lugares, sirve para designar cualquier seta. Hemos mencionado, en catalán, los bolets, palabra que viene del latín Boletus, que significa sencillamente seta. La tan apreciada Boletus edulis significa, tal cual, seta comestible. Champiñón, del francés champignon. Esa palabra, en francés, designa cualquier seta, como en versión española sucede en no pocos países americanos. Sin embargo, el champiñón por antonomasia es el que recibe ese nombre, normalmente con el apellido "de París". Es la seta más cultivada del mundo, y aunque suele tomarse al ajillo, está estupenda simplemente cortada en finas láminas verticales y servida así, sin más, con un ligero aliño de ensalada, mejor sin punto ácido: aceite y sal.
Hoy se ven en los mercados setas todo el año. Cultivadas. Además del champiñón, la seta de ostra –mal llamada de cardo: es de la familia, pero no tiene nada que ver– y, cómo no, el shiitake, seta que los japoneses aprecian muchísimo y que yo, personalmente, regalo a los súbditos de su majestad imperial: me recuerda muchísimo al plástico.
Es primavera en el hemisferio boreal, tiempo de mi seta favorita, la seta de San Jorge; y es otoño en el hemisferio austral, tiempo de un montón de deliciosas setas. Son, como dijo el novelista español Wenceslao Fernández Flórez, “hijas de la lluvia”: para que broten ha de llover y ha de escampar, antes de que empiecen las heladas del comienzo del invierno. No se priven. Iníciense en la micofilia, o en la micofagia. Sean, eso sí, prudentes. Pero unas buenas setas son uno de los mejores placeres de estaciones tan pródigas en ellos como el otoño y la primavera.
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