Parma, lenta y sabrosa
El parmesano y el ‘prosciutto’ armonizan con la bicicleta en la ciudad italiana
Pocas ciudades dl mundo tienen, como Parma, que competir contra su propia fama. Primero está el queso parmesano, del que Boccaccio ya hablaba en su Decamerón en el siglo XIV. En su estupenda historia de Italia a través de la cocina, Delizia!, el investigador británico John Dickie rescata un fragmento de los diarios de Samuel Pepys en el que relata que durante el incendio que destruyó Londres en 1666 había enterrado su parmezan en el jardín para salvarlo del fuego. Luego está el jamón, el prosciutto de Parma. Pese a que, con perdón, no deja de ser un serrano correcto, su fama es casi universal. Y, por último, está Stendhal y La cartuja de Parma, una obra maestra, sobre la que Balzac dijo que era “sublime página a página”. El problema es que, en realidad, a Stendhal no le gustaba Parma y la ciudad que describe es casi totalmente inventada. Quiso situar un relato de aventuras e intrigas políticas en la Italia de su tiempo y el Ducado de Parma era el que menos dolores de cabeza le podía dar. “Los frescos sublimes de Correggio me han detenido en Parma, por otro lado ciudad bastante plana”, escribe en su diario italiano el 19 de diciembre de 1816. De aquella visita, además de los magníficos frescos que todavía pueden contemplarse en la cúpula de la catedral y en la cámara de San Paolo, destaca un encuentro con el impresor Boldoni.
Zona verdiana
Más allá del queso, del jamón y de la frustrada visita del gran escritor francés, de la ópera (es la patria de Verdi, que nació en 1813 en Roncole di Busseto, y Toscanini) y de sus célebres violetas, Parma es una apacible ciudad del norte de Italia que merece sin duda una visita por sí misma. Por la gastronomía; por Correggio; por el baptisterio románico, un edificio de una belleza insólita; por albergar el teatro de ópera más antiguo del mundo, el Farnese; pero, sobre todo, porque al pasear por las tranquilas callejuelas del centro histórico, mientras se escucha solamente el rumor de las bicicletas, se tiene por unos instantes la sensación de estar en otro tiempo, más seguro, más tranquilo. “A la hora de viajar, siempre me digo que no sabría ir a buscar demasiado lejos el placer infinito de entrar en mi casa. Pero si se trata de viajar a Parma, la cosa para mí cambia, esa ciudad no significa ir lejos. Digamos que en Parma la felicidad del regreso a casa está incluida en el viaje mismo”, escribió Enrique Vila-Matas, visitante asiduo de la ciudad.
Situada en la región de Emilia Romaña, en la antigua Via Emilia, entre la llanura padana y las estribaciones de los Apeninos, Parma es una rica ciudad de apenas 170.000 habitantes y, con perdón de la vecina Bolonia, la capital gastronómica de Italia: por el queso, el jamón, porque allí nacieron en el siglo XIX las pastas Barilla y es la sede del grupo Parmalat (multinacional de la leche que estuvo a punto de desaparecer por un inconmensurable escándalo financiero); pero sobre todo, porque allí la comida es algo que se toma muy en serio (una prueba, entre tantas, es que el diario local tiene una sección sobre setas durante toda la temporada).
Cualquier visita a Parma debe tener en cuenta que la comida no puede ser un trámite y que, en un lugar donde se rinde culto al cerdo, a los productos lácteos y a la pasta fresca, tampoco suele ser ligera. Si decidimos darnos un festín, lo mejor es el bollito, el cocido padano, que incluye varios tipos de carnes, desde lengua hasta cabeza de cerdo, una guarnición de verduras y, antes, unos tortellini in brodo (con caldo). El Leon d’Oro, el restaurante de Parma que ofrece para algunos el mejor bollito de la región, cierra casi tres meses en verano, lo que da una idea de la contundencia del asunto.
Parma parece mucho más una ciudad centroeuropea que italiana, tiene un aire más cercano a Praga que a Roma, pero la plaza de la catedral y, sobre todo, el baptisterio delatan su nacionalidad. “No me cabe ninguna duda de que la del Duomo parmesano es una de las plazas más bellas del mundo, sobre todo al atardecer, cuando la alcanzan los últimos rayos de sol que se posan fugazmente sobre el mármol rosa veronés del fascinante Battistero”, escribe Vila-Matas en El viento ligero en Parma (Sexto Piso). De planta octogonal, empezado en el románico y terminado en el gótico, lo extraordinario del edificio es que esconde su cúpula, lo que le da un aire increíblemente moderno. Solo después de haber contemplado durante un rato el color cambiante del edificio se puede interrumpir el paseo para comprar, en alguna de las tiendas del centro, un trozo de parmesano. Luego se puede seguir el recorrido y visitar el imponente teatro Farnese, los frescos de Correggio en la cúpula de la catedral o simplemente callejear entre bicicletas. Después de haber conocido la lenta belleza de Parma se entiende mucho mejor por qué Pepys salvó del incendio de Londres su queso: el parmesano como forma de vida.
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