Primer plato
Un benévolo y atento personaje de pelo entrecano y mirada profunda, hablar pausado, gestos amables y tremendamente carismático, llegó al país el 26 de enero de 1985 y en los días que pasó entre nosotros cumpliendo su labor de pastoreo de almas, recorrió varias ciudades y se alimentó con cosas sencillas y criollas, como fue su deseo desde que anunció su tan esperado viaje. Entre lo mucho que le ofrecieron y lo poco que probó, hubo algo que lo cautivó sobremanera y que se fijó para siempre en su memoria gustativa, tanto que cuando once años después decidió regresar una vez más a Venezuela, en febrero de 1996, indicó entre sus apetencias que incluyeran en su alimentación ese dulce casero que tanto le había fascinado en su primer viaje. El ilustre comensal era un ciudadano universal de origen polaco bautizado Karol Jósef Wojtyla, más conocido como Juan Pablo II, cuando fue designado Papa de la iglesia católica, y lo que quería volver a probar era una humilde torta venezolana de guanábana que lo había seducido en su visita anterior. Le sorprendió la delicadeza esponjosa de la torta y la intensidad aromática y gustativa de una fruta tropical que desconocía, la Annona muricata, originaria de estas latitudes, de carne blanda y blanca, dulce, ligeramente ácida, rica en ésteres y terpenos que le proporcionan las propiedades organolépticas que la caracterizan. Una torta muy venezolana que se come fría, elaborada con una base de bizcochuelo cortado en capas cubiertas de pulpa de guanábana cocinada a fuego lento con azúcar, decorada con un merengue suave. Lo que el Papa nunca supo fue que esa torta que le fascinó doblemente la preparó Carme Helena Luciani, destacada repostera caraqueña, cariñosamente conocida como La Gata Luciani, quien junto con sus hijas se ha dedicado a elaborar dulces y postres criollos, deleitando por décadas a sus fieles seguidores, entre los cuales me encuentro. ¿Qué tenía de maravilloso ese dulce venezolano para cautivar las papales papilas gustativas? Una simbiosis perfecta entre el bizcochuelo heredado de los españoles y el aporte enriquecedor de una fruta tropical autóctona, producto del encuentro que se produjo cuando Colón penetró con sus naves por el golfo de Paria y comprobó que aquí el mar era dulce, sin saber que esas aguas no eran oceánicas sino que venían desde las sagradas montañas del macizo guayanés transportadas por el soberbio Orinoco.
Segundo plato
La presencia árabe en la cocina traída por los hispanos se reflejó desde un principio en la producción de dulces y conservas por maestros artesanos de sectores populares que hicieron de su elaboración un oficio digno y rentable hasta nuestros días, porque la dulcería criolla, hay que reconocerlo, surgió de manos humildes muchas veces esclavas, cuyo origen nos lo recuerdan las vendedoras callejeras de besitos de coco en cualquier esquina o playa del país. Ya en 1599 desde Caracas se exportaron a Santo Domingo dulces de alfajor, cuya receta adaptada incluía harina de yuca, papelón, piña y jengibre, según datos aportados por Eduardo Arcila Farías en Hacienda y comercio de Venezuela en el siglo XVI. De ahí en adelante la lista de la repostería criolla es inmensa y su consumo intenso, tanto que a pesar de la abundancia de cañaverales diseminados por el país, no hubo suficiente azúcar como para ser exportada, ya que toda se consumía aquí. Hoy tenemos que importarla y, como todos saben, es difícil conseguirla con regularidad. Hay que hacer cola y hasta caerse a golpes por un kilito como ha ocurrido en algunos abastos y automercados.
Postre
¿Qué sería de lo dulce sin lo amargo? Hay postres que reflejan amor, como por ejemplo esa torta de guanábana que tanto le gustó al Papa Juan Pablo II. Hay otros, sin embargo, que reflejan rencor como aquel dulce de lechosa servido de madrugada en Miraflores en momentos que esperamos no se vuelvan a repetir jamás.
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