Secretos tras las hallacas más renombradas
En esta época el ritual se multiplica para recordar los sabores que unen a este gentilicio. La reina de las mesas venezolanas propicia que familias en pleno se reúnan para prepararlas. Aquí, don Armando Scannone —autor de Mi cocina. A la manera de Caracas—, el chef Francisco Abenante y la cocinera María Eugenia Llamozas, comparten los esmeros de cómo se elaboran en sus cocinas
El ritual de Scannone
En casa de don Armando Scannone y a la hora de hacer las hallacas, hay un ritual ineludible. El autor de Mi cocina. A la manera de Caracas se detiene ante la olla enorme donde hierve el guiso y se prepara para la faena. En su cocina todos saben lo que se avecina: durante una hora él probará con detenimiento e irá añadiendo, poco a poco, más picante, sal, dulce y ácido hasta dar con ese gusto exacto que solo conoce su paladar, donde los cinco sabores —incluido el umami— reinan en intensa armonía.
“Hay que llegar al punto donde no se pueda añadir una gota más de nada, porque si no se echa a perder”, dice. “No puedes conformarte y eso se logra agregando lo que falta poquito a poquito, con ajustes milimétricos. Deben estar los cinco sabores fundamentales en armonía”.
El delicado punto únicamente se logra con la veteranía de muchas hallacas probadas en la vida. “Ajustar el sabor es complicadísimo. Cuando pruebas, siempre falta algo y cada vez que haces una corrección se desajusta el sabor global. Hay que probar muchísimo”. Al final, llega a la frontera que quería. Allí donde el gusto explota en la boca en un delicado equilibro de los cinco sabores.
La faena de las hallacas en esta casa, como en muchas, suele implicar dos días de esmero. Sobre la mesa hay una lista larga, tomada del libro rojo Mi cocina. A la manera de Caracas, que recuerda la infinidad de ingredientes que se suman en inédita comunión en una hallaca criolla. Allí se encontrará el maíz pilado de la masa, pero también la salsa inglesa, las aceitunas y alcaparras con el colorido onoto.
En casa de Scannone hay un tema en el que quizá ya no hay mayor discusión: las especificaciones, sin lugar a dudas, de cada uno de los ingredientes, dictaminados por la tradición que preserva desde hace casi un siglo. “En general todas las hortalizas deben estar sin manchas y en buen estado”, señala. La masa, en este caso y en esta casa, se elabora cada año con maíz pilado. La grasa que se le añade viene del blanco tocino que cambia de sólido a espeso líquido en una olla con agua. La carne es solo pernil de cochino con poca grasa, y de gallina, liberada de su piel. La res está execrada. “Creo que su olor en este guiso es menos apetitoso”.
Un aparte de rigores se abre en el caso de los condimentos, el festival de adornos y aderezos. “Las alcaparras que usamos tienen que ser las chiquiticas: saben mejor”. Las aceitunas son tipo Manzanilla, verdes pero casi amarillas y con semilla. El picante es Tabasco y los encurtidos en mostaza son ingleses, Chow Chow Piccalilli, los mismos que se utilizaban en su casa de la infancia y que ahora solo se consiguen en algunas tiendas de delicatesen.
Con respecto a la salsa inglesa, no hay lugar a dudas para don Armando. “Tiene que ser la original inglesa: Lea & Perrins”. Esos rigores tienen la convicción de un propósito. “Todo esto es importante para obtener el genuino sabor caraqueño. Esta receta es refinada”.
En este hogar todos conocen los códigos secretos de esta bien practicada rutina. El guiso, una vez elaborado, reposa junto a una ventana sobre el mismo banquito y cubierto con un trapo, hasta el día siguiente, cuando se preparan las hallacas. Entonces, el maíz pilado es transformado en masa y se elabora este plato en el más minucioso ritual.
Pasado el mediodía hay 60 impecables hallacas esperando su baño de agua hervida. Nadie osará probarlas ese día, aunque cualquier mortal con menos paciencia lo haría. “El mejor momento para comerlas es tres o cuatro días después de hechas. No me gusta probarlas el mismo día porque no han adquirido la compenetración de sabores”, cuenta Scannone y espera el momento propicio para hacerlo.
Los esmeros de Abenante
En cierta forma, el chef Francisco Abenante comenzó a prepararse para las hallacas desde febrero. Entonces, en el pródigo huerto que tienen en la azotea de Cocina Emocional en Boleíta, empezaron a sembrar los pepinos, que ahora aguardan en frascos convertidos en encurtidos para sus hallacas.
“Procuramos elaborar todo lo que podamos hacer”. No solo los encurtidos. La manteca la logran desde el mismo tocino, y al igual que en los años anteriores, prescinden de la harina precocida y optan por el maíz pilado para la masa. Abenante lleva 18 años preparando hallacas, con una receta heredada del abuelo, que él, desde su oficio, ha ido transformando con el tiempo. Desde hace tres años las elabora en Caracas para vender y ha conseguido una clientela fiel que las busca puntualmente. En noviembre comenzó a hacer las primeras hallacas de este año y para el 1 de diciembre ya había hecho 4.000. En ese momento apenas comenzaba la etapa más exigente.
En su haber, tiene miles preparadas con los rigores que esta reina de las mesas recibe y merece. De ahí su certeza. “La hallaca es un plato de dedicación, que no tiene atajos. Hay cosas que se saben por oficio. En esto hay pasos que no delego”. Esos rigores, en su caso, comienzan con la masa de maíz pilado. En estas cocinas, llega blanquísimo, lo hierven y reposa el tiempo necesario antes de ser molido al día siguiente. “Este año el maíz está buenísimo”, dice, y celebra su blancura. Cierto, en este caso los esmeros se duplican. Pero el resultado es algo que este cocinero reconoce. “La masa adquiere una textura más homogénea.
Como amerita más caldo, también tiene más sabor”.
El guiso, solo de gallina y cerdo, implica horas de paciencia. “Hay que dedicarle tiempo al sofrito. La cebolla y el pimentón, los rallamos. El líquido que se logra, se reduce aparte antes de añadirlo”.
En las hornillas de Cocina Emocional dejan el sofrito a fuego bajo durante dos horas, antes de añadir el vino, los aderezos y las carnes en orden de rigurosa aparición: primero el cerdo, luego la carne de los muslos de la gallina y, por último, su pechuga.
Al final del guiso, Abenante recrea un ritual esencial que aprendió de don Armando Scannone: las pruebas hasta dar con el balance deseado entre el dulce, el ácido, el salado y el picante. Un ejercicio que conlleva mucho oficio, más pruebas y algo de atrevimiento. “Es lograr el punto de sabor máximo. Suena fácil, pero no lo es”.
En las cocinas de Boleíta una brigada joven se esmera en este ritual, donde los adornos de cada hallaca se ponen en un platico aparte. “Aunque se hagan 900 por tanda, tienen los esmeros de como si se hicieran 50”. Una receta los guía, pero Abenante está allí para los momentos clave. “Por más que tengas una receta, hay cosas de las hallacas que solo se aprenden por experticia y tras haber hecho miles”, dice y lo certifica.
La tradición de las Llamozas
Una olla gigante humea en la cocina de María Eugenia Llamozas. Es el tentador guiso de las hallacas que amerita paciencia y no admite apuros. “Nuestro guiso se pone espesito por reducción. No le echamos nada para que espese. Tarda ocho horas cocinando”, cuenta ella.
Esta casa centenaria del pueblo de El Hatillo ha presenciado cómo se han elaborado allí, de manos femeninas, miles de hallacas durante décadas y varias generaciones. La abuela de María Eugenia, Trina Margarita, las hacía desde 1920 con tal destreza y renombre que hasta López Contreras se las encargaba.
La herencia siguió en las manos tenaces y laboriosas de Lucía Llamozas, la misma que ahora llega, vital y coqueta con sus 82 años, para dar los consejos que sean necesarios en este ritual que sabe de memoria.
“Yo creo que a mí, en lugar de gestarme, me hicieron en una olla”, bromea María Eugenia, la tercera generación en estos afanes, mientras corta el pernil en cuadritos.
Su hija, Eugenia, la acompaña junto a Nury Guerrero, fiel ayudante de estas faenas que comenzaron en octubre para calmar a la ávida clientela. Sus creaciones han viajado hasta Europa con la consigna de la abuela. “Ella decía que las hallacas había que dejarlas reposar hasta el día siguiente, cuando se guardan en la nevera, y que pueden viajar mientras no hayan agarrado refrigerio. Aquí las vienen a buscar recién hechas y se las llevan de viaje”.
Hay cosas que han perdurado a través de los años. “La receta no ha variado mucho. Usamos hasta el mismo vino. Claro, mi abuela las hacía de dos tapas y con maíz pilado”. Ahora aprovechan la harina de maíz precocida y reivindican las bondades de la tecnología para el amasado. “Usamos batidora. Mientras menos se toque la masa, mejor”, asegura ella. Sus clientes saben que hay que pedirlas con necesaria antelación. Y también qué las distingue. “Estas hallacas llevan todos los aderezos licuados. Nada va entero: solo las pasitas, y son ligeras porque todo lo desgrasamos”, dice María Eugenia mientras libera al pernil de cualquier trocito indeseado.
En su caso y casa, utilizan las carnes de res, pollo y cochino.
En casa de don Armando Scannone y a la hora de hacer las hallacas, hay un ritual ineludible. El autor de Mi cocina. A la manera de Caracas se detiene ante la olla enorme donde hierve el guiso y se prepara para la faena. En su cocina todos saben lo que se avecina: durante una hora él probará con detenimiento e irá añadiendo, poco a poco, más picante, sal, dulce y ácido hasta dar con ese gusto exacto que solo conoce su paladar, donde los cinco sabores —incluido el umami— reinan en intensa armonía.
“Hay que llegar al punto donde no se pueda añadir una gota más de nada, porque si no se echa a perder”, dice. “No puedes conformarte y eso se logra agregando lo que falta poquito a poquito, con ajustes milimétricos. Deben estar los cinco sabores fundamentales en armonía”.
El delicado punto únicamente se logra con la veteranía de muchas hallacas probadas en la vida. “Ajustar el sabor es complicadísimo. Cuando pruebas, siempre falta algo y cada vez que haces una corrección se desajusta el sabor global. Hay que probar muchísimo”. Al final, llega a la frontera que quería. Allí donde el gusto explota en la boca en un delicado equilibro de los cinco sabores.
La faena de las hallacas en esta casa, como en muchas, suele implicar dos días de esmero. Sobre la mesa hay una lista larga, tomada del libro rojo Mi cocina. A la manera de Caracas, que recuerda la infinidad de ingredientes que se suman en inédita comunión en una hallaca criolla. Allí se encontrará el maíz pilado de la masa, pero también la salsa inglesa, las aceitunas y alcaparras con el colorido onoto.
En casa de Scannone hay un tema en el que quizá ya no hay mayor discusión: las especificaciones, sin lugar a dudas, de cada uno de los ingredientes, dictaminados por la tradición que preserva desde hace casi un siglo. “En general todas las hortalizas deben estar sin manchas y en buen estado”, señala. La masa, en este caso y en esta casa, se elabora cada año con maíz pilado. La grasa que se le añade viene del blanco tocino que cambia de sólido a espeso líquido en una olla con agua. La carne es solo pernil de cochino con poca grasa, y de gallina, liberada de su piel. La res está execrada. “Creo que su olor en este guiso es menos apetitoso”.
Un aparte de rigores se abre en el caso de los condimentos, el festival de adornos y aderezos. “Las alcaparras que usamos tienen que ser las chiquiticas: saben mejor”. Las aceitunas son tipo Manzanilla, verdes pero casi amarillas y con semilla. El picante es Tabasco y los encurtidos en mostaza son ingleses, Chow Chow Piccalilli, los mismos que se utilizaban en su casa de la infancia y que ahora solo se consiguen en algunas tiendas de delicatesen.
Con respecto a la salsa inglesa, no hay lugar a dudas para don Armando. “Tiene que ser la original inglesa: Lea & Perrins”. Esos rigores tienen la convicción de un propósito. “Todo esto es importante para obtener el genuino sabor caraqueño. Esta receta es refinada”.
En este hogar todos conocen los códigos secretos de esta bien practicada rutina. El guiso, una vez elaborado, reposa junto a una ventana sobre el mismo banquito y cubierto con un trapo, hasta el día siguiente, cuando se preparan las hallacas. Entonces, el maíz pilado es transformado en masa y se elabora este plato en el más minucioso ritual.
Pasado el mediodía hay 60 impecables hallacas esperando su baño de agua hervida. Nadie osará probarlas ese día, aunque cualquier mortal con menos paciencia lo haría. “El mejor momento para comerlas es tres o cuatro días después de hechas. No me gusta probarlas el mismo día porque no han adquirido la compenetración de sabores”, cuenta Scannone y espera el momento propicio para hacerlo.
Los esmeros de Abenante
En cierta forma, el chef Francisco Abenante comenzó a prepararse para las hallacas desde febrero. Entonces, en el pródigo huerto que tienen en la azotea de Cocina Emocional en Boleíta, empezaron a sembrar los pepinos, que ahora aguardan en frascos convertidos en encurtidos para sus hallacas.
“Procuramos elaborar todo lo que podamos hacer”. No solo los encurtidos. La manteca la logran desde el mismo tocino, y al igual que en los años anteriores, prescinden de la harina precocida y optan por el maíz pilado para la masa. Abenante lleva 18 años preparando hallacas, con una receta heredada del abuelo, que él, desde su oficio, ha ido transformando con el tiempo. Desde hace tres años las elabora en Caracas para vender y ha conseguido una clientela fiel que las busca puntualmente. En noviembre comenzó a hacer las primeras hallacas de este año y para el 1 de diciembre ya había hecho 4.000. En ese momento apenas comenzaba la etapa más exigente.
En su haber, tiene miles preparadas con los rigores que esta reina de las mesas recibe y merece. De ahí su certeza. “La hallaca es un plato de dedicación, que no tiene atajos. Hay cosas que se saben por oficio. En esto hay pasos que no delego”. Esos rigores, en su caso, comienzan con la masa de maíz pilado. En estas cocinas, llega blanquísimo, lo hierven y reposa el tiempo necesario antes de ser molido al día siguiente. “Este año el maíz está buenísimo”, dice, y celebra su blancura. Cierto, en este caso los esmeros se duplican. Pero el resultado es algo que este cocinero reconoce. “La masa adquiere una textura más homogénea.
Como amerita más caldo, también tiene más sabor”.
El guiso, solo de gallina y cerdo, implica horas de paciencia. “Hay que dedicarle tiempo al sofrito. La cebolla y el pimentón, los rallamos. El líquido que se logra, se reduce aparte antes de añadirlo”.
En las hornillas de Cocina Emocional dejan el sofrito a fuego bajo durante dos horas, antes de añadir el vino, los aderezos y las carnes en orden de rigurosa aparición: primero el cerdo, luego la carne de los muslos de la gallina y, por último, su pechuga.
Al final del guiso, Abenante recrea un ritual esencial que aprendió de don Armando Scannone: las pruebas hasta dar con el balance deseado entre el dulce, el ácido, el salado y el picante. Un ejercicio que conlleva mucho oficio, más pruebas y algo de atrevimiento. “Es lograr el punto de sabor máximo. Suena fácil, pero no lo es”.
En las cocinas de Boleíta una brigada joven se esmera en este ritual, donde los adornos de cada hallaca se ponen en un platico aparte. “Aunque se hagan 900 por tanda, tienen los esmeros de como si se hicieran 50”. Una receta los guía, pero Abenante está allí para los momentos clave. “Por más que tengas una receta, hay cosas de las hallacas que solo se aprenden por experticia y tras haber hecho miles”, dice y lo certifica.
La tradición de las Llamozas
Una olla gigante humea en la cocina de María Eugenia Llamozas. Es el tentador guiso de las hallacas que amerita paciencia y no admite apuros. “Nuestro guiso se pone espesito por reducción. No le echamos nada para que espese. Tarda ocho horas cocinando”, cuenta ella.
Esta casa centenaria del pueblo de El Hatillo ha presenciado cómo se han elaborado allí, de manos femeninas, miles de hallacas durante décadas y varias generaciones. La abuela de María Eugenia, Trina Margarita, las hacía desde 1920 con tal destreza y renombre que hasta López Contreras se las encargaba.
La herencia siguió en las manos tenaces y laboriosas de Lucía Llamozas, la misma que ahora llega, vital y coqueta con sus 82 años, para dar los consejos que sean necesarios en este ritual que sabe de memoria.
“Yo creo que a mí, en lugar de gestarme, me hicieron en una olla”, bromea María Eugenia, la tercera generación en estos afanes, mientras corta el pernil en cuadritos.
Su hija, Eugenia, la acompaña junto a Nury Guerrero, fiel ayudante de estas faenas que comenzaron en octubre para calmar a la ávida clientela. Sus creaciones han viajado hasta Europa con la consigna de la abuela. “Ella decía que las hallacas había que dejarlas reposar hasta el día siguiente, cuando se guardan en la nevera, y que pueden viajar mientras no hayan agarrado refrigerio. Aquí las vienen a buscar recién hechas y se las llevan de viaje”.
Hay cosas que han perdurado a través de los años. “La receta no ha variado mucho. Usamos hasta el mismo vino. Claro, mi abuela las hacía de dos tapas y con maíz pilado”. Ahora aprovechan la harina de maíz precocida y reivindican las bondades de la tecnología para el amasado. “Usamos batidora. Mientras menos se toque la masa, mejor”, asegura ella. Sus clientes saben que hay que pedirlas con necesaria antelación. Y también qué las distingue. “Estas hallacas llevan todos los aderezos licuados. Nada va entero: solo las pasitas, y son ligeras porque todo lo desgrasamos”, dice María Eugenia mientras libera al pernil de cualquier trocito indeseado.
En su caso y casa, utilizan las carnes de res, pollo y cochino.
“Mi abuela usaba gallinas que mataba ella. Mi madre optó por la pechuga de pollo porque su carne es más blanca”. Sus hallacas llevan ciruela de adorno como acostumbraba su abuela. En cada tanda, llegan a 150 hallacas, cuya masa queda delgadita sobre la hoja porque la aplanan dos veces, una de ellas con rodillo. Hasta el 10 de diciembre las elaboraron, porque desde entonces comenzaron las faenas con otros platos navideños.
“A veces no quedan ni para nosotras, pero ya a estas alturas estamos cansadas de probarlas. El 24 comemos pasticho. Eso sí, el 25 desayunamos con bollitos”.
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