25 años germinando a fuego lento
El movimiento 'Slow Food' cumple un cuarto de siglo creciendo como alternativa al consumo tradicional de alimentos. Un documental cuenta la historia de su fundador Carlo Petrini, un revolucionario que ahora anuncia un proyecto con el Papa Francisco
PATRICIA ORTEGA DOLZ Madrid 21 ABR 2014 - 18:54 CET
La fuerza de un hombre o de una mujer se ha medido a lo largo de la Historia por su número de seguidores. Fieles, adeptos, correligionarios, hinchas, simpatizantes, partidarios… Followers. Carlo Petrini no tiene Twitter, pero sí una marea de cientos de miles de seguidores por todo el mundo –y creciendo–, entre los que ahora se incluye el Papa Francisco y, desde hace años, el príncipe Carlos de Inglaterra. Pero ¿quién es Carlo Petrini?
Con esa pregunta arranca el documental Slow Food. The Story, realizado con motivo de los 25 años que cumple ese movimiento gastronómico, de fuerte base humanista, ambientalista y hedonista: “Sencillamente es antinatural comer lo mismo en Pekín y en Finlandia, por ejemplo; piénselo y analice todo lo que conlleva”, dice Petrini por teléfono desde su casa de Bra, el pueblo donde él nació hace 65 años y donde se gestó esta corriente de pensamiento centrada en la cultura alimentaria que no cesa de ganar aliados por todos los rincones del globo. Ya en 2008 The Guardian posicionaba a Petrini entre las 50 personas que podrían salvar el planeta. Y en septiembre de 2013 la ONU le galardonó con el premio Campeones de la Tierra.
“Soy un anciano del Piamonte”, dice Petrini de sí mismo. Pero lo cierto es que es mucho más. Es un catalizador de gentes, una especie de mesías contemporáneo, que ha conseguido reunir en convenciones a la realeza británica y a una ahumadora de salmones noruega, y que ahora, siendo agnóstico, habla de un proyecto con el Papa que, anuncia, se conocerá este año, probablemente en otoño. El pontífice le llamo a su móvil hace unos meses, cuando paseaba por una calle de París camino de la presentación de su último libro Cibo e libertà (Alimentación y libertad). Merece la pena detenerse en la anécdota.
– Hola, soy el Papa Francisco.– Hola, yo soy Carlo Petrini, qué sorpresa.– Le llamo para agradecerle su libro.
Semanas antes de esa inesperada llamada, Petrini le había hecho llegar a Jorge Mario Bergoglio un ejemplar de Terra Madre, uno de sus libros anteriores. La conversación –la primera de una relación que ha seguido adelante y que “dará sus frutos pronto”– duró “unos 25 minutos”. El Papa –que una semana después le escribiría otra carta– quería agradecerle el detalle y hablaron “de inmigración, de agricultura, de la importancia de dignificar el trabajo de los campesinos y de las pequeñas explotaciones; y de preservar la diversidad y la calidad de los productos autóctonos de la Tierra”, que es de lo que va Slow Food. Y más concretamente del Piamonte, donde confluyen sus orígenes: “Los míos se instalaron en Turín de Asti, abriendo un pequeño café en la esquina con via Garibaldi”, asegura Petrini que le contó el pontífice. También recordaron a sus respectivas abuelas. Petrini le contó que la suya era católica practicante pero que dejó de acudir a la iglesia porque se casó con un comunista y que él era definitivamente agnóstico a pesar de haber sido monaguillo…
Slow Food, nacida con ese nombre en contraposición a la Fast Food, es hoy una corriente revolucionaria que apuesta por la economía real (casi familiar), frente a la especulación de la economía de los mercados financieros. Un movimiento humanista que parte de algo tan básico como la riqueza productiva y particular de cada lugar, del alimento, del disfrute del buen comer y de las costumbres y manifestaciones culturales que lo acompañan, frente a la homologación y la uniformidad que conlleva la globalización. Desde hace un cuarto de siglo no ha hecho más que sumar gente a sus filas. Sus responsables hablan de “decenas de cientos de miles”, aunque nada comparado con los 25.000 millones de comidas que cada año sirve alguno de los McDonalds que crearon los hermanos Dick y Mac MacDonald allá por 1940. La clave del reinado mundial de la hamburguesa “está en las gigantescas campañas publicitarias”, según el profesor de la universidad de Granada Jose Luís Rosúa, que hace unas semanas impartía una conferencia al respecto durante un congreso nacional celebrado en su ciudad.
“Hoy Slow Food es una bocanada de aire fresco que pelea dentro de un mundo dominado, con enormes inversiones publicitarias, por las multinacionales y los grandes grupos de alimentación, que son quienes deciden cómo se come”, asegura. “Se trata de una corriente gastronómica y de pensamiento que pretende dignificar y aportar la visión del campesino, mostrar que la gastronomía es algo que va mucho más allá de las buenas artes culinarias y de los menús de diseño”.
Así, frente a eslóganes sugerentes y directos como “I’m lovin’ it” de Mc Donalds o “Have it your way (“Cómelo a tu manera”) de Burger King, proponen uno más complejo: “Good, clean and fair” (“Bueno, limpio y justo”). “Están proponiendo una cultura de gastronomía alimentaria frente a la burbuja gastronómica potenciada por los programas de televisión”, explica Rosúa.
Las diferencias siguen siendo abismales. Y frente a un negocio como el de las hamburguesas que mueve miles de millones de euros al año (mil millones de euros de ventas en España en 2012, según datos de la compañía), Slow Food es una exitosa fundación sin ánimo de lucro con 100.000 socios que pagan su tasa anual religiosamente. Tiene delegaciones repartidas por 170 países que compiten contra los 50.000 restaurantes de McDonald y Burger King que se esparcen por 120 estados del globo. Slow Food cuenta con la única universidad del mundo dedicada exclusivamente a las Ciencias Gastronómicas, que este año titulará –con estudios perfectamente homologados– a su cuarta generación de gastrónomos. Aunque Mc Donald financia también la Universidad de la Hamburguesa, con una decena de campus asociados en todo el mundo. Slow Food ha creado más de 1.300 convivium, segúnsu página web (38 de ellos en España), o núcleos o sociedades que difunden y trabajan con la filosofía de esta corriente de acción y pensamiento.
Dos modelos de sociedad, dos formas de vida, dos maneras de mirar el futuro desde la alimentación: Un mundo global uniformado y de fácil identificación colectiva frente a un mundo que pone el énfasis en la biodiversidad y en la riqueza de las múltiples identidades que pueblan el planeta.
Petrini. Una vida en una película. Un niño feliz en Bra, un pueblecito de campesinos piamonteses, entre las entonces pobres colinas de las Langas, hoy llenas de viñedos y de cooperativas que producen algunos de los mejores vinos de Italia. Petrini. Un adolescente que empezó con un asociacionismo festivo que desencadenó la llamada Fiesta del huevopara poner en valor el trabajo de los granjeros de Bra y consiguió atraer a miles de jóvenes hasta allí en los años sesenta. Petrini. Un estudiante de Sociología –hijo de ferroviario y hortelana-- que militó con los comunistas italianos y creó una radio (Onde Rosse, Ondas rojas) contestaría y semiclandestina en momentos complicados. Petrini. Un joven líder político (Partido de la Unidad Proletaria de Bra) que se desencantó del poder y volvió a la tierra madre, en busca de algo más real. Petrini. Uno de los tipos que promovió en los años setenta el nacimiento de la revista gastronómica Il gambero rosso –La gamba roja, hoy un referente en el mundo gastronómico– que se encartaba originariamente con el diario italiano Il Manifesto y que “los de izquierdas” compraban por ideología y “los de derechas” por las informaciones y críticas culinarias de la revista. Petrini. Creador en los ochenta de la asociación Arcigola, y del Salón del gusto de Turín y, finalmente, del movimiento internacional Slow Food en 1989. Petrini, un hombre arrollador que, emulando a Noé, está creando “un arca”, que hoy tiene 4.000 productos de todo el mundo, para catalogarlos, preservarlos y dignificar el trabajo de quienes los fabrican y promover el placer entre quienes los consumen. Desde la cebolla roja de Zalla en Vizcaya hasta la leche de camello de la tribu Karrayyu en Etiopía o las patatas dulces de Pampacorral en Perú. Petrini. Un hombre que habla por teléfono y se cartea con el Papa Francisco.
“La actividad de Slow Food y Terra Madre, dirigida a promover métodos de producción alimentaria en armonía con la naturaleza, suscita en mi ánimo sentimientos de sincero agradecimiento. Los animo, por tanto, a proseguir tan importante labor”. […] “Existe tanta necesidad de personas y asociaciones que favorezcan el cultivo y la custodia de la Creación. Cultivar y proteger la Creación es una señal que Dios nos dio no solo al comienzo de la historia (cfr Gen 2,15), sino que nos dona a cada uno de nosotros para hacer crecer el mundo con responsabilidad, transformarlo para hacer de él un lugar habitable para todos”. Reza una de las cartas del pontífice.
Desde 2004 funciona –previa transformación del castillo neogótico de Pollenzo que fuera antigua residencia de los Saboya– la Universidad de Ciencias Gastronómicas, de la que ya han salido 1.500 jóvenes “gastrónomos”.
“Abordamos las ciencias gastronómicas desde un punto de vista epistemológico: desde la microbiología hasta el arte. Es una universidad que crece y se inventa cada día, con 16 profesores fijos y otros muchos visitantes, con una parte práctica que incluye viajes y otra teórica; con diplomaturas y masters; que empezó con 70 estudiantes por año y ahora vamos por 300, el 60% extranjeros…”, explica el rector Carlo Grimaldi. Eso sí, un año de matrícula sale por 3.500 euros.
Una de esas estudiantes extranjera fue la ovetense Carmen Ordiz, de 22 años: “Me matriculé con 17 años. Fui la más pequeña de mi promoción. Lo más interesante son los viajes que hacemos –cuatro al año–, que te permiten conocer realidades desde Sudáfrica hasta Nueva York. Yo me diplomé como gastrónoma allí y ahora me estoy especializando en protocolo para montar eventos gastronómicos en todo el mundo y he creado un blog: G de Gastronomía”
Jorge Hernández, que sería algo así como el alter ego de Carlo Petrini en España, es un ingeniero agrónomo que desde 1996, y bajo el paraguas de Slow Food, impulsa redes de alimentación y horticultura local sostenible desde Zaragoza, su tierra natal. “Comenzamos en 2003, junto a Germán Arrien, de la Cofradía Gastronómica de San Sebastián y algunos otros compañeros de Valencia, Madrid y el Garraf. Tras la creación del núcleo de San Sebastián, nos dimos cita en Noviembre 2003 en Zaragoza, donde construimos SlowFood Zaragoza y una primera Red en España”, cuenta. “En nuestra acción diaria estamos abordando varios aspectos: promover la biodiversidad alimentaria, la Red de restaurantes km 0, que trabajan con los productores locales de la zona; promovemos el turismo local en el mundo rural, la red SlowWine que favorece el desarrollo de las bodegas con vinos hechos con uvas autóctonas, la ganadería sostenible frente al modelo intensivo; y lo más importante es que estamos levantando microempresas que ya trabajan en pro de una ecogastronomía de calidad que restaura las tradiciones locales: Ecomonegros con el pan, el queso de Benabarre, las cervezas artesanas de Populus, las alcaparras y el azafrán de los Baluartes…”.
A falta de campañas publicitarias millonarias que fidelicen al pueblo, el movimiento Slow Food, de la mano de un mesías nacido en Bra, parece haber encontrado ahora al mejor de los padrinos, al rey de los fieles, al gran icono publicitario de nuestro tiempo: el papa Francisco. El todavía secreto y enigmático resultado de esa relación se verá “pronto”.
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