Carlos Fierro con un grupo de egresados del Diplomado en Gastronomía de la UJAP

Carlos Fierro con un grupo de egresados del Diplomado en Gastronomía de la UJAP
Carlos Fierro con un grupo de egresados del Diplomado en Gastronomía de la UJAP del cual fue su Coordinador al inicio. GASTRONOMIA (del griego γαστρονομία)es el estudio de la relación del hombre con su alimentación y su medio ambiente o entorno.Gastrónomo es la persona que se ocupa de esta ciencia. A menudo se piensa erróneamente que el término gastronomía únicamente tiene relación con el arte culinario y la cubertería en torno a una mesa. Sin embargo ésta es una pequeña parte del campo de estudio de dicha disciplina: no siempre se puede afirmar que un cocinero es un gastrónomo. La gastronomía estudia varios componentes culturales tomando como eje central la comida.Para mucha gente, el aprender a cocinar implica no solo encontrar una distracción o un pasatiempo cualquiera; pues cocinar (en un término amplio) es más que solo técnicas y procedimientos... es un arte, que eleva a la persona que lo practica y que lo disfruta. Eso es para mi la cocina, con mis obvias limitaciones para preparar diversos platillos, es una actividad que disfruto en todos sus pasos, desde elegir un vegetal perfecto, pasando por el momento en que especiamos la comida, hasta el momento en que me siento con los que amo a disfrutar del resultado, que no es otro más que ese mismo, disfrutar esta deliciosa actividad o con mis alumnos a transmitirles conocimientos que les permitirán ser ellos creadores de sus propios platos gracias a sus saberes llevados a sabores

sábado, 12 de julio de 2014

Claudia Ramos Bayona Psicoanalista Y Escritora. Ha Publicado La Novela “La Otra Cuenta”

Usé la comida como extorsión para conseguir lo que quería

Mundos íntimos.
La familia como red de poder. Cuando chica, preocupaba a sus padres por comer poco. De adolescente, negociaba permisos a cambio de alimentarse. No sufría anorexia ni otra enfermedad, el problema tenía una causa diferente. Así continuó hasta que alguien dio vuelta su Estrategia.

Dos para el tango. Hace 28 años, Claudia fue a cenar con un muchacho. Discutieron y ella amenazó con no comer más: él le pidió su porción y la terminó. Hoy siguen juntos. / EMILIANA MIGUELEZ
Sentarse a la mesa puede ser tanto un momento de encuentro como un tenso ingreso al campo de batalla. O más: en ciertas ocasiones, sucede que el encuentro con otro se da únicamente si hay batalla, en el mismo acto de pulsear. Ese fue mi caso. Mi madre adscribía a la teoría de que cualquier problema que yo tuviera se debía, necesariamente, a una falta o falla en mi alimentación. No sé por qué, pero negaba de plano cualquier otra posibilidad; en consecuencia, dirigía sus esfuerzos (que eran muchos) a mantener mi boca llena y sin resquicios. Tal vez por eso, fui desarrollando una precoz resistencia a ingerir de sus platos semejante confusión.
Tengo seis años y separo con lentitud cada grano de arroz. Después de una meticulosa inspección los voy pinchando. Me aseguro de no tragar ni un átomo de verdura. Ella levanta la mesa y vigila. Su mirada trepa el mantel. Aun así me las ingenio; las arvejas van a parar, en cada uno de sus descuidos, a mi bolsillo. Calculo intuitivamente cuántos bocados quedan antes del estallido. Minutos más tarde, arrastra una silla y se sienta a mi lado. Su mano derecha empuña el tenedor. Yo cierro la boca y aprieto los labios. Ninguna amenaza va a doblegar mi voluntad, mi tiempo es chicle.
Y no pienso abrir la boca, ni loca.
Algunas noches interviene mi padre. Como es buen narrador consigue de buena manera lo que para ella es imposible. Lo hace simple. Si quiero enterarme de qué le pasó al hada Patricia con su bonete, a Tachín (mi angelito personal) o al resto de los doce personajes que esmeradamente inventa, tengo que comer, y de hecho lo hago. Abro la boca con fascinación y mastico, movida por el más profundo de los misterios: sus palabras.
Se inscribe en mí el primer príncipe del recuerdo, el que viene a rescatarme a capa y espada de los escándalos cotidianos, son épocas del “ábrete sésamo”. Pero claro, aunque su amor narrado me salva muchas veces del otro amor preocupado de mi madre, en pago él queda obligado a una producción de varios cuentos diarios, que deben, sin descuidar el asombro, incluir una dosis de suspenso interesante y compatible con mi edad (sólo como si siento intriga y estoy maravillada).
Insostenible. Sus historias apenas tajean la trama pegajosa que me enreda a mi madre; no alcanzan a destejerla. Y en la maraña llega el contragolpe: sin siquiera tomar prestada la varita del hada Patricia,convierto a los dos, de un solo hechizo, en rehenes. Cautivos en la mesa durante horas (semanas, meses ... años) los tengo ahí, mirándome; o peor, culpándose entre sí por mis caprichos. No hay llanto, berrinche o tristeza que haga tambalear la certeza de mi madre: –¡Está débil!, le explica exaltada a mi padre.
Lo que sigue en la secuencia es un tour por los consultorios médicos, ¿por qué no como? Pediatra, gastroenterólogo, neurólogo. Soy objeto de una cadena infinita de derivaciones.
¿Anorexia?, negativo; ¿anemia?, negativo, ¿deficiencia tiroidea?, también negativo. Curiosamente, la cartilla excluía algunos ítems. Qué pena, tal vez un psicoanalista hubiera echado un poco de luz sobre el asunto. En fin, por algún motivo que no llego a reconstruir, termino mi gira yendo a una foniatra y, de pasada, me sacan las amígdalas.
Los años transcurren. Con ligeras variaciones, las escenas y las vitaminas se suceden. A los ocho me convierto en una popular distribuidora de Redoxón y Cal-c-vita.
Mis compañeras mueren por estas pastillas efervescentes, y a mí me sobran. Las cambio por figuritas y picos dulces. Toda aquella golosina que arruine mis dientes y no alimente ¡me encanta!
Cada tarde, la abuela llama por teléfono. ¿Cómo está Claudita?, ¿comió ayer, o no?, le pregunta a mi madre. Durante largo rato, las dos padecen al unísono. Yo miro la tele y las escucho hablar, fastidiada. Los breves instantes en los que no sufre, la abuela intercala bocaditos: a la nieta de una señora del club le pasaba lo mismo, y resulta que fue a un especialista que “dio en la tecla”, gracias al cielo la nena engordó. Por si alguien todavía no adivina, soy hija un matrimonio mixto, judía por lado materno. Y si bien no me gustan los lugares comunes, en este caso no puedo evitarlos.
Mejor que sobre y que no falte, declaraba mi abuela, mientras desplegaba fuentes de comida para veinte cuando sólo éramos ocho.
Luego, mi madre hizo de este legado una causa propia, y le puso el corazón. O el talón. Porque cada vez que lo pienso, creo que lo único que veía yo en todo esto era un talón gigante, su talón de Aquiles. Los problemas que no se tocan por diez años no permanecen idénticos ni quedan sólo juntando polvo. No no, se vuelven diez años peores. Dicho de otro modo: la pequeña felina que habitaba en mí crece desmesurada.
Se vuelve tigre. Es la crónica de una tiranía anunciada. Descubro mi poder, lo hago consciente. Llave y clave de este mundo se encuentran en mi boca, cuya apertura negocio. Consigo salidas y nuevos pares de zapatos, todo a cambio de alimentarme. Además miento. Mi madre me da dinero para comprar el almuerzo del recreo y yo lo uso para volverme del colegio en taxi. No siento culpa. Me he convertido en una joven verduga, en el más grande de sus problemas, en su más obesa obsesión.
No puedo parar, no me paran; extiendo mi dominio a otros parientes.
Mis tías, contagiadas de preocupación, y atemorizadas por mis famosas escenas de domingo (en las que paso de una inicial fase de llanto a otra de atragantamiento), preguntan qué es lo que más me gustaría comer antes de recibirnos. Quedan así prohibidas, por mi dictatorial antojo, las salsas y otros ítems de aspecto sospechoso.
La paz, si es que la quieren, está sujeta a condiciones. Dirijo los menús, milanesas para todos, siempre. Pero esa desvergüenza se invierte cuando me toca cenar en lo de alguna amiga, ya que en sitios extraños mis restricciones me llenan de pudor.
Sufro enormemente las preguntas de la mesa: ¿No te gustan los zapallitos?, ¿no comes brócoli? Es un hecho: cuando salgo de la esfera familiar, mis saberes sobre el manejo del mundo no son tan útiles, los vivo con vergüenza, los oculto como puedo.
En casa, seguimos con el mismo paso de baile, y aparecen las comidas de ensueño. Porque mi madre tampoco puede parar. Aunque tengo dieciséis, antes de irse a su trabajo, muy temprano, ralla una manzana e intenta dármela sin que yo lo note. Pero no es sutil, pone la cuchara en mi boca mientras la saludo, prácticamente dormida. Así es que son muchas las mañanas en las que asomo al mundo despabilada por mis propios gritos. La escena parece una esquina, es un punto de reunión entre las dos: su preocupación y mi obstinada respuesta. Desde ese lugar perfecciono mi poder.
A los dieciocho planeo veranear con mis amigas. Tenemos todo organizado. Porto Seguro, Arraial d’Ajuda, queremos llegar hasta Salvador. Sólo necesito permiso y dinero.
Ellos se niegan, soy chica, es peligroso y no sé cuidarme.
Además, ¿qué voy a comer en Brasil, si no me gusta nada? Me acorralan, me conminan, y yo conozco el mecanismo que garantiza el éxito. Es fácil: cierro de inmediato la boca.
Durante el primer kilo que bajo, mi madre se mantiene estoica. No va a dejar que la manipulen, no con esa facilidad. Mi padre trata de infundirle firmeza; no deben ceder, sería una locura.
Pero mi segundo kilo es demasiado para ella. Soy su única hija y me imagina en el hospital, conectada al suero. Al poco la dejo de cama. A cambio de unos cuantos filetes de pescado, y la promesa de tragar una caja entera de Polper B12, obtengo mi anhelado viaje. La vida me sonríe y preparo la valija. Mi peso, mejor dicho, mi cantidad de hematocritos, es una cuestión de Estado.
A los veintidós conozco a alguien que me interesa. Por esos azares de la vida, a él le encanta comer. Aunque no es mi programa preferido, vamos con frecuencia a restaurantes. Ni siquiera imagina lo mucho que me cuesta decirle que no cada vez que me ofrece compartir una ensalada de berro y palmitos. Si bien incorporé el tomate, todavía acepto muy pocas comidas y bastante simples. Quedan excluidos de mi dieta los platos típicos, los regionales, los internacionales y los de autor. El punto es que en la mitad de la velada comenzamos a discutir. No recuerdo por qué, pero algo de lo que él dice me ofende de muerte. Tanto que decido vengarme y atacar.
Entonces procedo. Apoyo mis cubiertos paralelos y alejo el plato. Como tantas veces, sello la boca, confiada. Según resulta de mis cálculos, tendrá que darme la razón, disculparse o atenerse a mi terrorífica inapetencia. Para mi sorpresa, su reacción no llega. Estoy perpleja, ni agua tomo. Habida cuenta de que mi silencio no logra interrumpir su ingesta, supongo que no entendió bien. Se me fue el hambre, aclaro para despejar dudas y rematar. Pero tampoco responde.
Al contrario, de lo más concentrado, sigue comiendo.
Según puedo deducir en ese instante, ni lo impacto, ni lo agujereo, ni mucho menos le corto la digestión. Me angustio terriblemente, ¿será que no me quiere?, ¿que no le importa si me debilito y muero? Por más que busco y examino su expresión, no encuentro ni una pizca de inquietud. Recién cuando su vajilla queda blanca como una luna llena, levanta los ojos y, sin proponérselo, hace una jugada maestra: –¿No vas a comer más?, pregunta. Y frente a mi horrorizado mutismo, pide mi plato y termina tranquilamente con todo lo que hay en él.
A partir de ese momento, mi sistema de creencias comienza a flaquear, la trama del síntoma tambalea.
Si quiero bailar con él, habrá que inventar otro paso.
Sospecho que mi guerrilla nutritiva no perjudica a nadie más que a mí. Lo mío fue casi una inmolación. Joderme sólo para joder. Tan simple y complicado como suena.
¿Y qué hace alguien como yo cuando conoce a alguien como él que, en un solo instante, tira de un mínimo hilito y desteje una vieja trama umbilical? Respuesta: me caso.
A los cuarenta incorporo, por fin, las ensaladas; y a los cuarenta y cinco, los pescados.
¿Será que el amor cura?
Aunque no salto de alegría si me invitan con un sushi, ya me gustan las rabas. Incluso he probado el pulpo. Sin embargo es raro que me deleite con una comida. Sólo puedo hacerlo un poco, a veces, los ratos en los que consigo que la infancia me abandone. En cuanto a mis hijos, gourmets por gen paterno, es cierto que los mandé al colegio con viandas repetidas o aburridas, pero jamás les faltó un cuento.

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