El recipiente del paladar
“La arepera: ese oasis de la noche donde la arepa es el leit motiv para decenas, quizá cientos, de sabores, del pulpo al chorizo, del aguacate a la carne esmechada. Y de todo tipo de quesos, por supuesto”
Supongo que “arepa” es un vocablo fácil de repetir y de generosas, sonoras vocales porque es necesario que sea así: en Venezuela está entre las primeras palabras que aprendemos de niños, para nunca ya dejar de decirla. Desde el momento en que se pronuncia, la boca se abre ampliamente, como adelantándose a lo que va a suceder. “Por favor, dame una arepa”, es una frase que bien podría calificarse de metalingüística porque dentro de ella misma se haya la forma redonda y abierta del preciado alimento. Cuando dices arepa, ya comienzas a comerte una. A-re-pa. ¿Lo ven?
En un relato que escribí hace más de veinte años, sería 1993 o 94, el personaje principal se despierta de madrugada el día de su cumpleaños creyendo que ya amaneció, pero pronto descubre que todavía son las dos de la mañana. Como quiere comenzar a celebrar su aniversario lo más pronto posible, y de manera gozosa y solitaria, baja del alto apartamento donde vive –uno de esos rascacielos del centro de Caracas, en la esquina de Colimodio, para más señas– y se enrumba, feliz, hacia la arepera más cercana. La arepera: ese oasis de la noche donde la arepa es el leit motiv para decenas, quizá cientos, de sabores, del pulpo al chorizo, del aguacate a la carne esmechada. Y de todo tipo de quesos, por supuesto. Mi personaje, que se llama Verles, llega al negocio y pide lo que más le gusta: una arepa de queso de mano y un cuarto de litro de leche, y se pone a observar a una pareja que, en otra mesa, se da besos y más besos. Entonces se acomoda en su asiento, y masticando su alimento de queso y maíz tranquilamente, contempla a los amantes como si estuviera viendo un partido de beisbol.
Esta imagen del que se come una arepa con queso en la madrugada en una de las cientos de areperas de Caracas, lo sabe todo el que haya ido a Venezuela, no es de mi invención. Cuando la escribí, sólo estaba recordando aquello que he hecho innumerables veces y que quiero hacer siempre que vaya para allá –me refiero a comerme una nocturna arepa de queso blanco, no a darme jugosos besos en público–. De hecho, he procurado cumplir con un rito personal cada vez que llegó al aeropuerto de Maiquetía: me como una arepa de pernil con queso blanco y me bebo todos los jugos de patilla y de parchita que mi sed pueda soportar. Es como si mi cuerpo no llegara de verdad al país hasta que la textura y los sabores de mi infancia no se incorporan a mi torrente sanguíneo.
En casa éramos tres hermanos y una hermana, más mis padres, mi abuelo y mi tía; y hubo una época en que para la cena, que era la hora en que se comían las arepas, se hacían treinta o cuarenta, porque los varones devorábamos arepas como si fueran obleas. Yo podía comerme, sin padecerlo, diez arepas en una sentada. Tal es la voracidad de la adolescencia. Sin embargo, la cena daba inicio mucho antes de que nos sentáramos en familia alrededor de la mesa: a las cinco de la tarde comenzaban los sonidos que anunciaban el final del día: las manos de mi tía “aplaudiendo” la masa para darle esa forma redonda y fina, esa textura blanda de las cálidas arepas andinas. Elclapclapclap que emanaba de la cocina e inundaba toda la casa era la señal de que se acercaba el momento de los adolescentes devoradores de arepas. Ya a las siete, hora de la cena en Venezuela, la mesa estaba servida y una o dos columnas de arepas se levantaban envueltas en tela para que no se enfriaran demasiado rápido, aunque todavía en el horno y en el budare seguían haciéndose las rezagadas. El budare es esa plancha de hierro para tostar las arepas por fuera, y que he buscado aquí en España desde que llegué, sin éxito, aunque no he perdido la esperanza de dar con uno escondido entre los miles de peroles que venden los chinos en Madrid.
Lista la cena, entonces comenzaba lo mejor del día: abrir con cuidado la arepa con un cuchillo y rellenarla de queso rallado, o ponerle un trozo de queso blanco, y mantequilla y huevo o aguacate o caraotas: a tantos años de distancia, todavía se me hace la boca agua. A mí me gustaba comerme una arepa con queso rallado, muy bien distribuido, pues solía esperar a que el queso, a causa del calor, se fundiera con la masa interna de la arepa: esto es lo que deben comer los dioses en el cielo timoto-cuica; y si en el Olimpo no es así, alguien debería decírselo a Zeus, porque se están perdiendo del alimento que les corresponde.
Esta es una verdad incontrovertible: En Venezuela, hay tantas arepas como madres haya.
En cada casa, en cada ciudad, en cada estado, en cada región, se hace un tipo diferente de arepa. Pero, para no abundar neciamente, digamos que cada región tiene su propio tipo de arepa: en los Andes, como dije, la arepa es fina y grande, plana y suave, y sea de maíz o de trigo, tarde o temprano llevará queso; en Caracas he comido arepas chiquitas y gorditas, a las que les sacan la masa y entonces uno come esqueleto de arepa relleno con algo (este es el tipo de arepa que come Verles, el personaje de mi cuento); en Falcón, de donde es mi padre, la familia come una sola, enorme y muy gorda arepa de maíz pelado, que sabe a cenizas y que se coloca en el centro de la mesa, de donde cada quien va cogiendo trozos para acompañar el pescado, o los huevos, o las caraotas; en Maracaibo se comen unas arepas dulces y también unas arepas fritas en aceite que son duras pero que crujen como galletas. Hay sucedáneos de la arepa, como el casabe, que se hace con yuca amarga y es una exquisitez que se acompaña con queso y papelón de azúcar; y están las deliciosas cachapas, hechas con mazorcas de maíz dulce y que piden a gritos queso de mano y carne; y finalmente están las arepas de maíz amarillo, a las que les correspondería el nombre de “arepas del hambre”, porque se comen solo cuando se acaba el maíz blanco –a mí no me gustan ni un poquito–. Y hay bollos de maíz, hallaquitas, yuca, ñame y batata, todos alimentos deliciosos que maravillaron a los exploradores españoles en el siglo xvi.
Pero es la humilde arepa la que desde siempre ha ocupado el puesto privilegiado en la mesa, en mi mesa venezolana, porque en su seno caben todos los sabores, todas las variantes, todas las posibilidades, todo el universo. Ella es el recipiente donde nace la vida y anida, gracioso, el paladar. Así que a disfrutarlas como se lo merecen. Gracias.
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