¿Cómo hombres separados unos de otros por tan grandes distancias han podido coincidir en tan horrible costumbre? ¿Hemos de concluir que ella no es tan absolutamente opuesta a la naturaleza humana como parece?
Voltaire, Ensayo sobre las costumbres de las naciones
Brevísima introducción. La antropofagia o canibalismo sea probablemente una de las últimas fronteras que el hombre civilizado se atreve a cruzar, sin embargo, la historia revela que han sido muchas las ocasiones en las que este límite se ha puesto a un lado. Cuando ha ocurrido se ha debido principalmente a momentos de inopia, como las hambrunas durante la guerra y las pestes medievales, o en grandes catástrofes naturales o naufragios. Allí donde ha habido hambre ha habido canibalismo y la carne de un hijo ha sido preferida antes que su amor.
La documentación sobre su aparición en diferentes épocas y culturas por venganzas bélicas o motivos rituales es mucha. Es conocidísima la afición de los sacerdotes aztecas por sacar el corazón latente de sus cautivos, aún en vida, para ofrecerlo a Huitzilopochtli, el dios Sol, señor de la guerra y el poder. El cuerpo de la víctima no se desperdiciaba. Se utilizaba para cocinar un plato que se consumía con reverencia: el tlacatlaollio, guiso de carne humana y maíz, preparación muy cercana al pozole, la conocida sopa mexicana de cerdo y maíz.
Llegados a este punto, ¿no es natural que aparezca la inquietud sobre cómo ver el canibalismo cuando no surge por los motivos anteriormente señalados, sino por el placer gustativo en sí mismo? ¿Será la carne humana irresistible desde el punto de vista gastronómico? Los indios caribes, por ejemplo, tenían sus gustos muy catalogados y encontraban a los franceses deliciosos, a los ingleses “más o menos”, a los holandeses insípidos y a los españoles de una carne tan dura y fibrosa que los hacía incomibles.
En Gastronáuticas, libro del profesor José Rafael Lovera al que vuelvo una y otra vez, se cita en el capítulo “Revisión de un tabú gastronómico” el testimonio de San Jerónimo cuando vio en Francia cómo los bretones “…comían carne humana aunque hay por los campos cantidad de ganado, y cortaban a los pastores las asentaderas y a las mujeres las tetas para comer, porque éste tenían por el mejor de todos los manjares”.
Todo placer, particularmente el del paladar, pide más. Pero llega un momento en el que la buscada repetición se vuelve monótona e insípida. Podría entonces entenderse, desde este hecho irrefutable y al margen de toda consideración moral o religiosa, que comer alimentos prohibidos marcados por el tabú necesario en toda sociedad se convierta en una fuente de nuevas sensaciones. Así que el hombre, omnívoro por evolución, no debería encontrar ningún impedimento natural para alimentarse de sus iguales. Sin embargo, en un mundo que busca desesperadamente el equilibrio ideal que da la ética esta idea luce digna de la mente de locos, asesinos o escritores fantásticos. De hecho, esta selectividad y apetencia razonada por la carne de nuestros semejantes ha estimulado a unos cuantos autores.
Continuaré mi próxima columna comentando dos breves escritos del género llamado policial o misterio que, a pesar de sus diferencias, encuentro muy cercanos en cuanto al refinamiento de los personajes y a un cierto humor negro con el que terminan ambos relatos.
@nunezalonso
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