El alimento: Relator de historias de comunidades
La alimentación además de nutrir, saciar y dar placer debe ser considerada como una relación social, es decir, el conjunto de interacciones, que en torno al hecho de comer, establecen entre sí los actores teniendo como punto de partida sus diferentes y específicas prácticas sociales.
martes 19 de mayo de 2015 12:00 PM
Cuando el filósofo alemán Ludwig Feuerbach a mediados del S. XIX pronunciara, en su más importante obra, la frase "el hombre es lo que come" (Der Mensch ist was er isst), lejos estaba de anticipar la trascendencia de su afirmación y la variedad de interpretaciones que suscitaría la misma, no sólo entre sus contemporáneos sino siglos después. Ciertamente, la presencia de la alimentación, tan antigua, tan inevitable, tan de todos los días, no ha sido abordada sino en tiempos muy recientes desde una perspectiva multirreferencial. Durante mucho tiempo se le asoció estrictamente al acto de alimentarse, a la satisfacción del imperativo biológico de renovar fuerzas y energías, considerado en muchas oportunidades como una respuesta a los condicionamientos ecológicos y ambientales. De allí que se hablaba más de nutrimentos que de alimentos, de equilibrio más que de diversidad y de componentes nutricionales más que de preferencias y sabor.
La sentencia de Feuerbach nos resulta de complejas implicaciones, en la medida en que se ubica en el contexto de la sensorialidad y defensa de la corporeidad, tan caras en la producción filosófica del autor. La cocina y lo alimentario, se presentan entonces, como una suerte de bisagra entre lo corporal y lo espiritual, punto de unión entre el espíritu y la materia. Espacio íntimo por naturaleza, que alcanza su plenitud en el compartir, en la alteridad.
De allí que la alimentación, además de nutrir, saciar y dar placer debe ser considerada como una relación social, es decir, el conjunto de interacciones que en torno al hecho de comer, establecen entre sí los actores teniendo como punto de partida sus diferentes y específicas prácticas sociales. Que se inician con la relación primordial entre la madre y el hijo, a la cual se incorporan progresivamente los integrantes de la familia, la comunidad, la región y que se tejen muy especialmente a partir de la cadena alimentaria, es decir, entre productores, comercializadores, transportistas, cocineros, restauradores, consumidores, comensales. Estas interacciones se basan en el reconocimiento del otro y, al igual que todo lo que corresponde al ámbito de lo social, están atravesadas por las funciones y los lugares que ocupan cada uno de los actores y marcadas por códigos sociales y de comportamiento, que adquieren fisonomías particulares en las diferentes regiones y localidades. De forma tal, que la identificación y conocimiento de los comportamientos, preferencias y repertorios alimentarios, da lugar, por una parte, al establecimiento de semejanzas y asociaciones que favorecen la creación de identidades entre sujetos y comunidades y, por la otra, al establecimiento de diferenciaciones en términos sociales y culturales.
Esta función de la alimentación como marcador identitario se explica, a su vez, en virtud de su condición de referente simbólico, imagen y expresión de ancestralidades, portador de contenidos antiguos y memorias re-significadas incesantemente a lo largo del proceso histórico y de vigente presencia en imaginarios y subjetividades. Así pues, la comida remite a las más entrañables referencias, recuerdos sensoriales y afectivos. Como bien lo expresa Claude Fischler: "El hombre biológico y el hombre social, la fisiología y lo imaginario, están estrecha y misteriosamente mezclados en el acto alimentario".
Así pues la alimentación es lenguaje y comunicación, texto que nos relata la historia de comunidades y regiones, de sus orígenes y recursos biodiversos, de sus contactos poblacionales y migraciones, sus tradiciones económicas y tecnológicas y sus innovaciones. De jerarquías sociales y culturales, de alimentos prohibidos, festividades y comidas sagradas y ceremoniales. Del sustento cotidiano, de lo extraordinario y de lo extraordinario en lo cotidiano. De pautas de género y organización que se expresan a lo largo del proceso que hace posible la transformación de un recurso vegetal o de origen animal, en un alimento comestible que a su vez es nutrimento, memoria, goce estético y gratificación.
Cada uno de nuestros emblemáticos platos tradicionales, tomemos como ejemplo la hallaca una y múltiple a lo largo de nuestro territorio, es texto abierto que da cuenta de la historia de sus ingredientes, de la selección y producción de los mismos, de las técnicas utilizadas en la preparación y conservación, de la puesta en escena de su preparación y presentación, de las diferentes formas de compartir y desechar, actividad ésta que no por ser la última del proceso es irrelevante en estos tiempos de exigencias crecientes en la conservación ecológica.
Pero estos textos gastronómicos son también paisajes, geografías vivas, palpitantes de colores y sabores, cargados de historias, tradiciones y símbolos. Dicho de otra forma, en palabras de Josep Pla, "La cocina es el paisaje puesto en la cazuela". De esta forma nos remiten a la existencia de las cocinas regionales, aquellas que se han conformado históricamente en espacios geográficos específicos, con base en la producción, transformación y consumo de ingredientes locales o regionales, mediante la puesta en práctica de determinados procedimientos y técnicas culinarias, la utilización de saborizantes tradicionales y el empleo de artefactos y herramientas de uso local y que se materializan en un repertorio de preparaciones, recetas y formas de comensalidad, que expresan las representaciones y valores de esa comunidad poseyendo, por tanto, gran peso simbólico e identitario.
Las cocinas regionales constituyen una de las manifestaciones más importantes del patrimonio cultural, siendo fundamental la puesta en valor de alimentos-base, ingredientes, platos, preparaciones, procedimientos y recetarios, a través de la degustación, registro, investigación y difusión, tanto de las tradiciones orales, como de los corpus culinarios escritos. La articulación y suma de las cocinas regionales, que en algunos casos cuentan en su repertorio con verdaderos platos emblemáticos y "bandera", integran ese corpus genérico de lo que se denomina la "cocina nacional".
En esta edición los invitamos a acompañarnos a lo largo del recorrido sensorial por nuestras cocinas regionales, identificando sus contextos, ingredientes, platos emblemáticos y principales productos y utensilios. En cada una de ellas, asociadas a los diferentes estados que conforman nuestro territorio, encontraremos claves para identificar la biodiversidad con la que contamos, pistas para la comprensión de nuestras manifestaciones socio-culturales y la riqueza del imaginario que nos conforma como país.
Pero la cocina es la suma de buenos productos, sabores, saberes y hacedores. De los productores que cultivan y crían las materias primas de las creaciones culinarias. De las cocineras que a través de un sinfín de generaciones han hecho de lo cotidiano un espacio maravilloso, en virtud de la magia de sus manos entre ollas y recetas, que han moldeado nuestros paladares, llevando bocados de país a las mesas hogareñas. De los responsables de tantas cocinas públicas que en bodegas, paraderos, kioskos, ferias, cuchitriles, mercados, posadas y fuentes de soda a lo largo de carreteras, pueblos y ciudades, nos han permitido disfrutas de panes, conservas, amasijos, guisos y bebidas con sabor a Guayana, costas, montañas andinas, llanos y selvas. De los restauradores, grandes y pequeños, sencillos y sofisticados, quienes crean y recrean preparaciones nuevas o tradicionales a fin de saciar nuestros apetitos corporales y espirituales. De los miles de cafeceros, que en cafeterías, panaderías y hasta con su termo portátil, espabilan nuestro entendimiento y ponen a tono nuestro cuerpo para afrontar el diario trajín con su guayoyo, con leche y marrón.
Contamos en estas páginas con la referencia a cinco personajes cuya contribución a la investigación, enseñanza, divulgación y empoderamiento de la gastronomía venezolana en los últimos tiempos es invalorable: José Rafael Lovera, Armando Scannone, Helena Ibarra, Ramón David León y Rafael Cartay. Su labor, generosa y contundente, ha sido una palanca fundamental en la activación de los procesos que hoy estamos viviendo y que esperamos, sin lugar a dudas, repercutirán en el fortalecimiento de una gastronomía sustentable, saludable y sabrosa.
La sentencia de Feuerbach nos resulta de complejas implicaciones, en la medida en que se ubica en el contexto de la sensorialidad y defensa de la corporeidad, tan caras en la producción filosófica del autor. La cocina y lo alimentario, se presentan entonces, como una suerte de bisagra entre lo corporal y lo espiritual, punto de unión entre el espíritu y la materia. Espacio íntimo por naturaleza, que alcanza su plenitud en el compartir, en la alteridad.
De allí que la alimentación, además de nutrir, saciar y dar placer debe ser considerada como una relación social, es decir, el conjunto de interacciones que en torno al hecho de comer, establecen entre sí los actores teniendo como punto de partida sus diferentes y específicas prácticas sociales. Que se inician con la relación primordial entre la madre y el hijo, a la cual se incorporan progresivamente los integrantes de la familia, la comunidad, la región y que se tejen muy especialmente a partir de la cadena alimentaria, es decir, entre productores, comercializadores, transportistas, cocineros, restauradores, consumidores, comensales. Estas interacciones se basan en el reconocimiento del otro y, al igual que todo lo que corresponde al ámbito de lo social, están atravesadas por las funciones y los lugares que ocupan cada uno de los actores y marcadas por códigos sociales y de comportamiento, que adquieren fisonomías particulares en las diferentes regiones y localidades. De forma tal, que la identificación y conocimiento de los comportamientos, preferencias y repertorios alimentarios, da lugar, por una parte, al establecimiento de semejanzas y asociaciones que favorecen la creación de identidades entre sujetos y comunidades y, por la otra, al establecimiento de diferenciaciones en términos sociales y culturales.
Esta función de la alimentación como marcador identitario se explica, a su vez, en virtud de su condición de referente simbólico, imagen y expresión de ancestralidades, portador de contenidos antiguos y memorias re-significadas incesantemente a lo largo del proceso histórico y de vigente presencia en imaginarios y subjetividades. Así pues, la comida remite a las más entrañables referencias, recuerdos sensoriales y afectivos. Como bien lo expresa Claude Fischler: "El hombre biológico y el hombre social, la fisiología y lo imaginario, están estrecha y misteriosamente mezclados en el acto alimentario".
Así pues la alimentación es lenguaje y comunicación, texto que nos relata la historia de comunidades y regiones, de sus orígenes y recursos biodiversos, de sus contactos poblacionales y migraciones, sus tradiciones económicas y tecnológicas y sus innovaciones. De jerarquías sociales y culturales, de alimentos prohibidos, festividades y comidas sagradas y ceremoniales. Del sustento cotidiano, de lo extraordinario y de lo extraordinario en lo cotidiano. De pautas de género y organización que se expresan a lo largo del proceso que hace posible la transformación de un recurso vegetal o de origen animal, en un alimento comestible que a su vez es nutrimento, memoria, goce estético y gratificación.
Cada uno de nuestros emblemáticos platos tradicionales, tomemos como ejemplo la hallaca una y múltiple a lo largo de nuestro territorio, es texto abierto que da cuenta de la historia de sus ingredientes, de la selección y producción de los mismos, de las técnicas utilizadas en la preparación y conservación, de la puesta en escena de su preparación y presentación, de las diferentes formas de compartir y desechar, actividad ésta que no por ser la última del proceso es irrelevante en estos tiempos de exigencias crecientes en la conservación ecológica.
Pero estos textos gastronómicos son también paisajes, geografías vivas, palpitantes de colores y sabores, cargados de historias, tradiciones y símbolos. Dicho de otra forma, en palabras de Josep Pla, "La cocina es el paisaje puesto en la cazuela". De esta forma nos remiten a la existencia de las cocinas regionales, aquellas que se han conformado históricamente en espacios geográficos específicos, con base en la producción, transformación y consumo de ingredientes locales o regionales, mediante la puesta en práctica de determinados procedimientos y técnicas culinarias, la utilización de saborizantes tradicionales y el empleo de artefactos y herramientas de uso local y que se materializan en un repertorio de preparaciones, recetas y formas de comensalidad, que expresan las representaciones y valores de esa comunidad poseyendo, por tanto, gran peso simbólico e identitario.
Las cocinas regionales constituyen una de las manifestaciones más importantes del patrimonio cultural, siendo fundamental la puesta en valor de alimentos-base, ingredientes, platos, preparaciones, procedimientos y recetarios, a través de la degustación, registro, investigación y difusión, tanto de las tradiciones orales, como de los corpus culinarios escritos. La articulación y suma de las cocinas regionales, que en algunos casos cuentan en su repertorio con verdaderos platos emblemáticos y "bandera", integran ese corpus genérico de lo que se denomina la "cocina nacional".
En esta edición los invitamos a acompañarnos a lo largo del recorrido sensorial por nuestras cocinas regionales, identificando sus contextos, ingredientes, platos emblemáticos y principales productos y utensilios. En cada una de ellas, asociadas a los diferentes estados que conforman nuestro territorio, encontraremos claves para identificar la biodiversidad con la que contamos, pistas para la comprensión de nuestras manifestaciones socio-culturales y la riqueza del imaginario que nos conforma como país.
Pero la cocina es la suma de buenos productos, sabores, saberes y hacedores. De los productores que cultivan y crían las materias primas de las creaciones culinarias. De las cocineras que a través de un sinfín de generaciones han hecho de lo cotidiano un espacio maravilloso, en virtud de la magia de sus manos entre ollas y recetas, que han moldeado nuestros paladares, llevando bocados de país a las mesas hogareñas. De los responsables de tantas cocinas públicas que en bodegas, paraderos, kioskos, ferias, cuchitriles, mercados, posadas y fuentes de soda a lo largo de carreteras, pueblos y ciudades, nos han permitido disfrutas de panes, conservas, amasijos, guisos y bebidas con sabor a Guayana, costas, montañas andinas, llanos y selvas. De los restauradores, grandes y pequeños, sencillos y sofisticados, quienes crean y recrean preparaciones nuevas o tradicionales a fin de saciar nuestros apetitos corporales y espirituales. De los miles de cafeceros, que en cafeterías, panaderías y hasta con su termo portátil, espabilan nuestro entendimiento y ponen a tono nuestro cuerpo para afrontar el diario trajín con su guayoyo, con leche y marrón.
Contamos en estas páginas con la referencia a cinco personajes cuya contribución a la investigación, enseñanza, divulgación y empoderamiento de la gastronomía venezolana en los últimos tiempos es invalorable: José Rafael Lovera, Armando Scannone, Helena Ibarra, Ramón David León y Rafael Cartay. Su labor, generosa y contundente, ha sido una palanca fundamental en la activación de los procesos que hoy estamos viviendo y que esperamos, sin lugar a dudas, repercutirán en el fortalecimiento de una gastronomía sustentable, saludable y sabrosa.
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